Jean Paul Sarrazin
1
1 Antropólogo con Opción en Filosofía, Universidad de los Andes. Magíster en Migraciones y Relaciones Interétnicas, Université de
Poitiers, Francia. Doctor en Sociología, Université de Poitiers, Francia. Actualmente trabaja como profesor-investigador de planta
vinculado al Departamento de Sociología de la Universidad de Antioquia. ORCID ID: 0000-0002-8022-4674. jpsarra@yahoo.com
Justicia, No. 32 - pp. 139-159 - Julio-Diciembre 2017 - Universidad Simón Bolívar - Barranquilla, Colombia - ISSN: 0124-7441
http://publicaciones.unisimonbolivar.edu.co/rdigital/justicia/index.php/justicia
* Este artículo surge de una investigación doctoral realizada por el autor, la cual fue nanciada mediante una beca honoríca atribuida
por el Institut de Recherche pour le Développement, París, Francia.
La categoría indígena denida
desde la hegemonía y sus
alcances en la institucionalidad
colombiana*
The indigenous category dened based
on hegemonic stances and its scope in
Colombian society
Recibido: 9 de febrero de 2017 / Aceptado: 25 de marzo de 2017
https://doi.org/10.17081/just.23.32.2909
Resumen
En este artículo se analizan las representaciones sociales mediante las cua-
les se ha construido la categoría de lo indígena en sectores dominantes de la
sociedad colombiana. Esto implica considerar los diferentes discursos e ima-
ginarios que se fueron desarrollando a lo largo de la historia del país, desde el
siglo XIX hasta nuestros días. El estudio se concentra en las representaciones
que se han producido desde las élites intelectuales y políticas del país, y más
especícamente, aquellas que han representado en términos positivos la ca-
tegoría indígena. Estas representaciones han fundamentado un cierto indige-
nismo, el cual será sometido a un análisis crítico, por cuanto se evidencia que
construye la categoría de lo indígena en sus propios términos y desde lugares
de poder, contribuyendo a la reproducción de una hegemonía cultural, oclu-
yendo la voz de la diferencia y de aquellos grupos que supuestamente han sido
representados.
Abstract
This paper analyzes social representations that have been created, in domi-
nant sectors of Colombian society, considering the intellectual and political
elites of the country, and more specically, those who have been represented in
positive terms in the indigenous category. For this research different discourses
and imageries that were developed throughout the history of the country, from
the nineteenth century to the present day, were considered. These representa-
tions have founded an indigenous study, subjected to a critical analysis, be-
cause it shows an indigenous category the in its own terms and from power
stances, contribute to the reproduction of a cultural hegemony, limiting the
voice of otherness and of those groups that supposedly have been represented.
Palabras clave:
Élites, hegemonía cultural,
indigenismo, políticas étnicas y
representaciones sociales.
Key words:
Elites, cultural hegemony,
indigenism, ethnic policies and
social representations.
Referencia de este artículo (APA): Sarrazin, J. (2017). La categoría indígena denida desde la hegemonía y sus alcances
en la institucionalidad colombiana. En Justicia, 32, 139-159. https://doi.org/10.17081/just.23.32.2909
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JeAn pAuL sArrAZin
Introducción
La literatura sobre el indigenismo y sus efec-
tos en la política estatal generalmente ha insisti-
do en la importancia de los movimientos socia-
les de carácter étnico (Gros, 1991; Findji, 1992;
Laurent, 2005). Sin desconocer este activismo y
su papel en la construcción de las democracias
latinoamericanas, la investigación doctoral de la
cual surge el presente artículo, muestra que estos
movimientos en Colombia tuvieron lugar de ma-
nera paralela (y no previamente) a la valoración
de las “culturas indígenas” por parte de las élites
intelectuales y políticas del país. La categoría de
“culturas indígenas” está entre comillas preci-
samente porque aquí nos referiremos a lo que
aquellas élites han entendido por la categoría.
Efectivamente, es importante señalar el papel de
las representaciones sociales en la denición de
las políticas estatales relativas a ciertos sectores
de la población nacional. Siguiendo a Brubaker
(2004), debemos considerar la “etnicidad como
cognición”, es decir, la manera en que un sector
de la población no indígena concibe la categoría
étnica y, en particular, las culturas indígenas.
En la medida en que nos referimos a las élites
intelectuales y políticas del país, sus representa-
ciones, sus discursos, sus decisiones han tenido
efectos políticos y culturales considerables, dan-
do forma a lo que actualmente se conoce como
el multiculturalismo, o las políticas del recono-
cimiento (Taylor, 1993). Dichas representacio-
nes y sus dispositivos discursivos (Foucault,
1969) forman parte de una hegemonía cultural.
Si bien podemos hablar del n de un régimen
colonial que menospreciaba todo lo que fuera
vinculado a lo indígena, tampoco podemos su-
poner que los discursos a favor de lo indígena
han surgido desde sectores subalternos de la so-
ciedad nacional. Como señala Amselle (2013),
es importante destacar que algunos sectores do-
minantes pueden presentarse como aquellos que
tienen la potestad de hablar en nombre de los
pueblos desfavorecidos. Sin embargo, muchas
veces se trata de una estrategia para legitimar el
punto de vista dominante.
Para este análisis hemos decidido retomar
el concepto de Antonio Gramsci de hegemonía
cultural. Este autor italiano de principios del
siglo XX demostró que las relaciones entre los
dominantes y los dominados en sociedades capi-
talistas no necesariamente implican la coerción
o el sometimiento forzoso; en cambio, señaló, es
fundamental tener en cuenta la hegemonía cul-
tural que los dominantes imponen de manera su-
til sobre los demás. De manera resumida, quien
está en una posición hegemónica, ocupa un lu-
gar de “liderazgo moral, cultural, intelectual y,
por lo tanto, político, en la sociedad” (Turner,
2003, p.178).
Así, la categoría de lo indígena y los discur-
sos e imaginarios que valoran positivamente las
culturas indígenas, al ser parte de una hegemo-
nía cultural, reproducen el liderazgo moral, cul-
tural, intelectual y político que tienen las élites
indigenistas. De otro lado, como Gramsci ya lo
advirtiera, la hegemonía es el resultado de la ar-
ticulación de intereses diversos, y el grupo hege-
mónico incorpora y adapta intereses y elemen-
tos culturales de otros grupos sociales, como,
en este caso, elementos propios de las minorías
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LA cAtegoríA indígenA definidA desde LA hegemoníA y sus ALcAnces en LA institucionALidAd coLombiAnA
étnicas. Por eso, no nos sorprenderá que los dis-
cursos hegemónicos a los que nos referiremos
incorporen y retomen algunos conceptos e imá-
genes de los grupos indígenas.
De otra parte, reconocemos que las élites
intelectuales y las élites políticas no necesaria-
mente están conformadas por las mismas per-
sonas. Sin embargo, la historia muestra que ha
habido una relación de mutua retroalimentación,
en donde las tendencias intelectuales y artísti-
cas suelen nutrir los discursos e imaginarios que
más tarde conforman parte de lo que las élites
políticas institucionalizan e instrumentalizan.
Para esta reexión, comenzaremos trayendo
a la memoria algunos datos generales sobre los
indígenas en Colombia, para luego demostrar,
mediante el caso de las categorías étnicas en los
censos poblacionales, que lo que se considera
“indígena” en el país ha variado a lo largo de
la historia reciente, y que esas variaciones inci-
den también en las cifras que arrojan los censos.
La incorporación de la categoría “indígena” en
este tipo de medidas institucionales, además,
obedece a posiciones político-ideológicas muy
particulares, y reeja una manera de concebir la
realidad social y su diversidad.
Incluir o no la categoría en un censo, denir
los criterios para saber quién es un indígena y
quién no lo es, así como otras decisiones sobre
lo que debe hacer el Estado frente a esas pobla-
ciones, son decisiones que se toman en función
de ideologías y de representaciones, en donde
juegan un papel muy importante los intelectua-
les, los artistas, los académicos. Por eso, nos
concentraremos en el proceso histórico a través
del cual fueron evolucionando las ideas sobre lo
indígena en el país.
Dicha evolución inuye en la instituciona-
lidad. Así, veremos cómo aparece en la histo-
ria colombiana reciente un cierto indigenismo
institucionalizado, es decir, el momento en que
ciertas ideas a propósito de lo indígena, pro-
mulgadas por académicos o artistas, terminan
siendo incorporadas a los discursos y horizontes
de acción de las instituciones estatales. Aunque
hubo muchas corrientes contrapuestas, de ma-
nera general el indigenismo se vino reforzando
con el paso del tiempo, y se hizo particularmente
evidente en la Constitución Política de 1991. Sin
embargo, como explicaremos nalmente, esta
expansión y mayor institucionalización de las
representaciones positivas de lo indígena está
profundamente relacionada con las crisis del
modelo clásico de Estado-Nación que se vivie-
ron en los años 1980 y 1990, así como con las
corrientes intelectuales de vanguardia que criti-
caban la imposición de un solo modelo cultural
en el mundo.
Algunos datos generales sobre los indíge-
nas en Colombia
Las últimas cifras ociales sobre la pobla-
ción general de Colombia son las del censo rea-
lizado en 2005 (DANE, 2008),
según el cual la
población total en el país era de 41.468.384 ha-
bitantes. Este censo incorporó las siguientes ca-
tegorías étnicas: “indígena”, “afrocolombiano”
(dividida en varios subgrupos) y “rom o gitano”.
El criterio para decidir la categoría étnica de las
personas censadas fue el de la auto-identica-
142
ción. De acuerdo a lo anterior, el número de in-
dígenas censados fue de 1.392.623, es decir, un
3,43 % de la población del país. De otro lado, el
número de afrocolombianos fue de 4.311.757, y
el de roms, de 4.858. El porcentaje de colombia-
nos que se clasican “sin pertenencia étnica” es
de 84,94 %.
Según el DANE (2007), existen 87 etnias
indígenas que hablan 64 lenguas diferentes. El
67,7 % de los indígenas habitan en 710 resguar-
dos
2
, dispersos en diferentes regiones del país,
pero principalmente en los departamentos de la
Amazonia, la Orinoquia y las periferias del te-
rritorio nacional. La supercie de estas reservas
es de alrededor de 34 millones de hectáreas, co-
rrespondientes al 29,8 % del territorio nacional.
De acuerdo con el DANE (2007, p.19), el nú-
mero de resguardos ha aumentado signicativa-
mente (127 %) desde 1993. La supercie de los
resguardos también aumentó el 31 % durante el
mismo período.
Por otra parte, un 21,4 % de los indígenas
viven en las ciudades. Las razones que explican
esto pueden agruparse en tres categorías: 1) por
elecciones prácticas, como por ejemplo acceder
a un empleo, al comercio, al sistema de salud,
etc.; 2) porque son originarios de la zona urba-
na y porque son personas que en su mayoría se
declararon indígenas en el curso de los últimos
decenios; 3) porque fueron obligados a abando-
nar sus tierras ancestrales por la expansión de la
2 Reservas o territorios de propiedad colectiva, “inalienables,
imprescriptibles e inembargables”, según los artículos 63 y
329 de la Constitución Política, asignados a las comunidades
indígenas, las cuales pueden administrarlos según sus usos y
costumbres, bajo una jurisdicción particular.
colonización, por el narcotráco o por la violen-
cia de grupos armados (guerrillas, paramilitares
y militares).
Los indígenas son uno de los grupos sociales
más afectados por la violencia en el campo. Los
territorios que se disputan los grupos armados
son muchas veces los más alejados y poco prote-
gidos por el Estado, y coinciden con los territo-
rios que están habitados por indígenas. Hay que
agregar también que la producción de drogas
ilícitas tiene un impacto considerable en el eco-
sistema del cual dependen los nativos.
Los indígenas que han migrado hacia la ciu-
dad encontraron varios problemas como la po-
breza, el desempleo, la marginalidad, enferme-
dades, los cuales comparten con otros sectores
marginalizados de la población. Sin embargo,
algunos de estos grupos han constituido sus pro-
pios cabildos
3
. La pertenencia a estos cabildos
es formalizada por la creación de una tarjeta de
identidad para cada individuo. Algunos de estos
individuos cambiaron su nombre personal y lo
reemplazaron por un nombre de origen indíge-
na, lo que les permite presentarse de manera más
notoria de acuerdo a su nueva identidad. Esto es
contrastado con una situación anterior en la cual
la identidad indígena era motivo de vergüenza y
dicultaba la búsqueda de trabajo para este sec-
tor de la población.
3 El término “cabildo” se reere a una entidad pública constitui-
da por personas pertenecientes a una comunidad indígena, la
cual representa legalmente dicha comunidad, y cuya función
es ejercer la autoridad y realizar actividades de acuerdo con
las leyes, los usos y las costumbres indígenas (Sánchez, Par-
do, Flórez & Ferreira, 2000, pp. 347-348).
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Las categorías étnicas en los censos pobla-
cionales
La inclusión de las categorías “étnicas” es un
hecho relativamente reciente en la historia de los
censos. Sin embargo, la presencia de indígenas
en el territorio siempre ha sido motivo de inte-
rés o preocupación para los gobiernos. Y es que,
desde la Conquista, la Corona española tuvo
confrontaciones con los nativos, al considerarlos
unas veces como sus súbditos o vasallos, otras
veces como los enemigos de sus intereses e in-
cluso como poblaciones que había que evange-
lizar y civilizar.
Entre 1536 y 1561, la Corona estableció los
resguardos, principalmente en los territorios
ocupados tradicionalmente por los indígenas
(DANE, 2007, p.25). Estos territorios eran he-
chos para que las comunidades indígenas los
habitaran, aunque legalmente seguían pertene-
ciendo a la Corona. Los españoles aprovecharon
las estructuras políticas de las comunidades in-
dígenas existentes para controlar a estas pobla-
ciones por medio de sus jefes nativos. Esto les
permitio organizar el pago de impuestos y hacer
el inventario de estas poblaciones. Ya en 1593,
los censos fueron el instrumento por medio del
cual el gobierno español pretendía conocer no
solamente el número de indígenas, sino también
los bienes que poseían y el potencial de mano de
obra que podía existir allí (DANE, 2007). Por
razones principalmente económicas, en 1758 el
gobierno español creó la Ocina Estadística del
Nuevo Reino de Granada y en 1770 tuvo lugar
el primer censo general del territorio.
En 1827, la población total de la Gran Co-
lombia –incluyendo los actuales territorios inde-
pendientes de Venezuela, Colombia y Ecuador–
fue censada, arrojando un total de 2.379.888 de
habitantes, de lo cual 203.835 correspondía a la
población indígena, es decir, el 8,6 % (DANE,
2007, p.27).
A continuación, se presenta una tabla con las
cifras de algunos censos realizados en Colombia
desde comienzos del siglo XX.
Año Total
Indíge-
nas
%
Afro-
colombianos
% Rom %
1918 5.855.077 158.428 2,7
1938 8.701.816 100.422 1,2
1973 20.666.920 383.629 1,9
1993 33.109.840 532.233 1,6 502.343 1,5
2005 41.468.384 1.392.623 3,4 4.311.757 10,6 4.858 0,01
Fuentes: DANE (2007, 2008).
Como se puede apreciar, existe una evolu-
ción de los datos a lo largo de los años. En lo
concerniente a los porcentajes de la población
indígena, notaremos que nunca se vio un aumen-
to tan rápido como entre 1993 y 2005. Lo mismo
sucede con la población de los afrocolombianos.
Este cambio signicativo surgió paralelamente
al comienzo de una era multiculturalista y al fe-
nómeno de la valoración positiva de lo indíge-
na en el país, lo cual analizaremos con mayor
detalle en otro apartado. Como explica Sarrazin
(2008, p.79), las condiciones culturales y políti-
cas estaban dadas para favorecer el hecho de que
muchas personas quisieran denirse a sí mismas
como indígenas ante la sociedad nacional, y en
particular ante las entidades ociales. Los res-
ponsables del censo de 2005 reconocieron este
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factor y lo llamaron “el proceso por el cual los
grupos étnicos se hacen visibles en el resto de
la sociedad” (DANE, 2007, p.35). En realidad,
este fenómeno lo podemos considerar como una
manifestación de “estrategias identitarias” (Ca-
milleri, 1999), las cuales dieron lugar a un fenó-
meno masivo de “reetnización” (Sarrazin, 2011,
p.131) de poblaciones que, unas décadas atrás,
no se consideraban como indígenas.
Para el Estado actual, y al menos desde la
Constitución Política de 1991, la diversidad
étnica y cultural es valorada positivamente, es
considerada como una “riqueza”, y debe ser vi-
sibilizada y protegida (Sarrazin, 2015a). Todo
esto se maniesta, entre otras cosas, a través de
múltiples referencias hechas a estos grupos en
las diversas presentaciones públicas del último
censo nacional, como por ejemplo en el docu-
mento titulado “Colombia y sus grupos étnicos”,
disponible en la página de internet del DANE.
4
Las diferentes cifras sobre el número de in-
dígenas dependen no solamente de las realida-
des demográcas objetivas de la población, sino
también indudablemente de los tipos de censos
y los métodos utilizados para el recuento, así
como las políticas de Estado al momento de rea-
lizar el censo. Un proyecto de Estado fundado
sobre nociones de integración e igualdad, como
el Estado francés, puede no incluir categorías ét-
nicas en sus censos. Un Estado fundado sobre
la idea de una comunidad nacional homogénea
puede “reinterpretar” las cifras reales para dar
una imagen más homogénea de la población que
4 http://www.dane.gov.co/censo/
no corresponde con la realidad. Los resultados
de un censo constituyen entonces una herra-
mienta política importante, ya que así el gobier-
no puede manipular las imágenes que tiene la
población de ella misma.
De otro lado, las cifras también varían consi-
derablemente dependiendo de las precepciones
y creencias de la población. Ya vimos cómo la
valoración de la categoría hace que actualmente
más y más individuos quieran presentarse como
indígenas y acceder a los benecios que esto re-
presenta. Por el contrario, tenemos el ejemplo de
1789, cuando los funcionarios españoles nota-
ron la imprecisión en los datos debido a que las
personas no daban cifras reales, ya que creían
que así evitarían el aumento en los impuestos.
Para el censo de 1918, la decisión sobre quién
era o no indígena dependía del criterio personal
de los encuestadores. Por esto, la percepción de
los empleados del gobierno fue lo que determinó
el número de indígenas del país y su ubicación
geográca, principalmente en zonas selváticas,
tal como lo quería el estereotipo sobre el “indio
salvaje”. Quién era o no era indígena dependía
de las apariencias de las personas, según la vi-
sión y los prejuicios de los funcionarios. Para el
censo de 1973, el criterio de denición del indí-
gena ya se había cambiado por el de una “per-
sona perteneciente a un grupo caracterizado por
rasgos culturales de origen prehispánico y con
una economía de autoconsumo, en áreas previa-
mente establecidas” (DANE, 2007, p.30). Esto
signicó la incorporación de criterios sociocul-
turales y categorías denidas principalmente
desde las ciencias sociales, lo cual denota una
alianza entre academia e instituciones estatales.
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Como vemos, los datos de los censos, siendo
aparentemente cifras objetivas y datos puramen-
te matemáticos, en realidad dependen absoluta-
mente de criterios culturalmente denidos. Por
eso, las representaciones sobre lo indígena y las
políticas que se denen a este propósito devie-
nen absolutamente pertinentes. A ello nos referi-
remos a continuación.
Historia de las Ideas sobre lo Indígena: In-
telectuales y Políticos
Como lo señala Hernández de Alba (1944),
uno de los intelectuales más importantes de la
primera mitad del siglo XX en Colombia, des-
de la Conquista y durante el periodo colonial, al
aborigen americano se le consideraba como pro-
veniente de una “casta” aparte. El criterio con-
fesional o religioso era fundamental para dife-
renciarlo de los “cristianos”, y la empresa de las
cruzadas, muy presente en España en la víspera
del descubrimiento de las Américas por Colón,
se emprendió contra estos indígenas.
El proyecto moderno de construcción del
Estado-Nación en América Latina es tan antiguo
como en Europa: recordemos que los países lati-
noamericanos estuvieron entre los primeros del
mundo en llegar a ser Estados unicados y mo-
dernos, incluso antes de países como Alemania
o Italia. Como se sabe, este proyecto se fundó
en una idea de homogeneidad de la sociedad ci-
vil: un pueblo, una lengua, una cultura (Smith,
2000). Una de las primeras medidas tomadas en
la fundación de la República de Colombia fue la
declaración de la igualdad de todos los hombres,
incluidos los indígenas (Constitución de 1821.
Citada por Pineda, 2002). Contrariamente a la
situación de México donde los descendientes
de españoles nacidos en América reivindicaban
sus derechos con un discurso sobre un pasado
glorioso del imperio Azteca, en Colombia el dis-
curso sobre la nueva nacionalidad no tenía fun-
damento étnico. Simón Bolívar armaba que los
latinoamericanos no eran ni españoles ni indios
(Pineda, 1997). Y es que, efectivamente, desde
el siglo XIX, Colombia es un país donde se ob-
serva un proceso de mestizaje racial y cultural
particularmente intenso.
Hacia nales de la década de 1820, las élites
colombianas, inuenciadas por las ideas repu-
blicanas francesas, estaban persuadidas de que
el Estado solo podía formarse con base en la
noción de “ciudadano” (Pineda, 1997). En este
contexto, las comunidades y los territorios indí-
genas fueron divididos; se comenzó a desmontar
la gura del resguardo, al considerarla como un
vestigio indeseable de la era colonial, que im-
pedía la integración de los nativos. Además, se
partía del principio según el cual cada individuo,
fuese indígena o no, debía tener su propiedad
privada (Pineda, 2002). Igualmente, los cabildos
fueron reducidos al máximo, al pensar que iban
en contra de la unidad política nacional.
En el siglo XIX, los dos principales grupos
políticos en Colombia eran los liberales y los
conservadores. Para los primeros, los indígenas
debían civilizarse, ya que vivían en una forma
de organización colectiva contraria a los princi-
pios del derecho individual y del progreso. Para
los conservadores, en cambio, había que mante-
ner a los “indios” en sus resguardos esperando
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que la Iglesia acabara de domar a esa “raza infe-
rior” y que el mestizaje con los europeos hiciera
desaparecer esta “mancha” racial (Gros, 1997,
pp.39-40).
El romanticismo del siglo XIX es una co-
rriente de pensamiento que tuvo gran inuen-
cia en el indigenismo. A semejanza de Europa,
el romanticismo en Colombia consistió en una
“recuperación” de las tradiciones, así como una
exaltación del carácter nacional (o local en cier-
tos casos) de las culturas. Estas ideas se desarro-
llaron al mismo tiempo que se gestaban algunas
teorías críticas en contra del progreso moderno y
su capitalismo. Durante este periodo se observa
también en Europa una fuerte atracción por el
pasado lejano o por las sociedades distantes de
Oriente o de América. El indigenismo de las éli-
tes colombianas, de hecho, comenzó a nacer en
este contexto intelectual marcado por tendencias
europeas (Langebaek, 2003, pp.78-79).
Estas tendencias intelectuales tuvieron efec-
tos también en corrientes artísticas y culturales
en Colombia. A manera de ejemplos, podemos
mencionar la pieza de teatro Sulma de José Joa-
quín Borda, la cual representaba los rituales del
Templo del Sol de los Muiscas en Sogamoso.
Del mismo modo, podemos citar novelas como
Aquimen Zaque (“zaque” es un término para
designar una autoridad Muisca) o La conquista
de Tunja (antiguo territorio Muisca), cuyo au-
tor, Próspero Pereira, era a la vez el presidente
de la Sociedad Protectora de los Aborígenes de
Colombia. Como se puede observar, los ideales
de “protección” y de “preservación” de los in-
dígenas se manifestaban desde entonces en las
élites intelectuales. La creación de esta sociedad
estuvo sin duda motivada en parte por la funda-
ción, algunos años atrás (1837), en América del
Norte, de la Aboriginal Protection Society. Hay
que señalar, sin embargo, como lo hace Lan-
gebaek (2003, p.80), que el indigenismo de la
época preconiza la preservación de los indígenas
bajo condición de que cambien algunas de sus
costumbres.
Durante la década de 1850, surgen nuevos
intentos de fundar la identidad nacional en la
imagen del indio
5
del pasado. De hecho, bajo
la inuencia del romanticismo, diversos autores
escribieron dramas de la Conquista, contando la
suerte de los reyes Muisca e imaginando un gran
reino indígena. Existía lo que se denomina ac-
tualmente una “arqueologización” de los imagi-
narios con respecto al indígena en América La-
tina (Báez-Jorge, 2001). Estas ideas románticas
que gloricaban al indio de un pasado más bien
imaginario, circulaban al mismo tiempo que los
indígenas de carne y hueso eran menosprecia-
dos, considerados como los representantes de
una civilización en decadencia (Pineda, 1997,
p.113).
Luego de la Constitución de 1886, redacta-
da bajo un régimen conservador, los indígenas,
vistos como “salvajes” o “medio civilizados”,
estaban bajo la tutela de las misiones católicas y,
desde el punto de vista legal, eran considerados
“menores” (Pineda, 2002). Estas misiones cató-
5 La palabra “indio” era la que se usaba hasta hace solo unas
tres décadas en Colombia, para luego ser reemplazada por la
de “indígena”. Aunque la primera tiene actualmente connota-
ciones negativas, la utilizaremos en la medida en que esta era
la costumbre en los tiempos a los que hacemos referencia.
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licas, en su mayoría españolas, fueron la punta
de lanza del proyecto “civilizador” de las comu-
nidades indígenas, al menos hasta la década de
1950. En principio, se trataba principalmente de
enseñar a los “salvajes” la moral cristiana y oc-
cidentalizar su cultura.
A comienzos del siglo XX era innegable la
importancia que se le daba, en toda América La-
tina, al proyecto de alcanzar la unidad “racial”.
Así, la existencia de indígenas fue un tema bas-
tante debatido entre los intelectuales y los po-
líticos nacionales (Wade, 2000). En Colombia,
algunos se preguntaban cómo integrar a los in-
dígenas a la Nación modernizada, pero otros, de
manera más vanguardista pero muy minoritaria,
hacia la década de 1920, alababan las cualidades
de las sociedades indígenas. En efecto, las ten-
dencias nacionalistas y folcloristas de la época
veían en el indio el emblema de una identidad
propia, ya que el autóctono representaba la inde-
pendencia con respecto a Europa. Incluso otros
vieron la forma del resguardo como el germen
de una organización social comunista (Pineda,
2002).
Luego de varios gobiernos conservadores
entre 1886 y 1930, el partido liberal ganó las
elecciones en 1930, marcando el comienzo del
“Régimen Liberal” que se extendió hasta 1946.
Este “Régimen” promovió la consolidación de
varias instituciones, principalmente la “Escuela
Normal Superior”, relacionadas con la forma-
ción y la investigación en Ciencias Sociales,
desarrollando así el interés cientíco por las co-
munidades indígenas. Es así que, en 1938, tuvo
lugar la Exposición Arqueológica y Etnológica
en Bogotá. Esta exposición permitió a los bogo-
tanos de la época –una población mayoritaria-
mente “blanca”, lo que no era el caso de todas
las regiones del país– conocer a los indígenas y
sus obras culturales, tales como danzas, músi-
cas y objetos (Perry, 2009). A semejanza de las
exposiciones “universales” realizadas en Europa
en la misma época, indígenas vivos eran lleva-
dos y observados por los “blancos” como si fue-
sen curiosidades o animales de zoológico. Para
Hernández de Alba, quien era uno de los orga-
nizadores de este evento, se lograría mostrar a
los urbanitas que los indígenas todavía existían
y que eran “inofensivos”, y de otro lado, se daría
a conocer la diversidad del país y las “raíces de
los autóctonos” (Perry, 2009, p.83).
Aunque podamos reconocer las “buenas in-
tenciones” y el verdadero esfuerzo de los inte-
lectuales y de los etnólogos como Hernández
de Alba para valorizar las culturas indígenas y
promover el respeto de la diversidad étnica del
país
6
, es evidente que, desde entonces, se trata
de un fenómeno que encierra al Otro en ciertas
categorías “exóticas” determinadas por las éli-
tes.Durante la Exposición, en algunos casos, los
indígenas habían sido vestidos de una manera
que no correspondía a sus costumbres, solo para
que los visitantes saciaran su interés por obser-
var indios que correspondían a los estereotipos
de los europeos y sus descendientes
7
.
6 En el pensamiento de Hernández de Alba, la etnología y el in-
digenismo eran prácticamente indistinguibles (Troyan, 2007).
7 En la actualidad encontramos un fenómeno similar, ya que se
impone en las representaciones sociales, una cierta indianidad
genérica determinada por estereotipos de lo “auténtico”, “es-
piritual”, “tradicional”, “cercano a la naturaleza”, etc., lo cual
inuye en las percepciones y en los comportamientos de los
mismos indígenas (Sarrazin, 2015b).
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148
El Indigenismo Institucionalizado
En 1942 nació el Instituto Indigenista Co-
lombiano, una entidad privada fundada con el
auspicio del Instituto Indigenista Interamerica-
no, creado luego del primer Congreso Indigenis-
ta Interamericano celebrado en México en 1940
(Rueda, 2009, p.241). El objetivo del Instituto
Indigenista Colombiano era el de restablecer la
dignidad del indio colombiano, poner n a la
ignorancia generalizada que existía en la época
con relación a esa categoría poblacional, impe-
dir la urbanización de sus tierras ancestrales, así
como evitar la destrucción cultural que sufrían
ya desde la Conquista (Rueda, 2009, p.244). Sin
embargo, el Instituto no llegó a prosperar, prin-
cipalmente porque sus miembros no se ponían
de acuerdo en las acciones políticas que debían
emprender con relación a las comunidades in-
dígenas.
La década de 1940 constituye un momento
importante de auge de las tendencias folcloristas
e indigenistas en los países latinoamericanos. Se
buscaban entonces símbolos de la nacionalidad
y los orígenes de la nación, al reconocer a los in-
dígenas como una de las “razas originales”. En
efecto, como lo muestra el libro de Hernández
de Alba (1947), lo que se hacía era intentar en-
contrar los orígenes de la “cultura colombiana”.
Se reconoce el componente “indígena” en esta
cultura nacional, aunque se conesa una gran
ignorancia en lo concerniente a las culturas au-
tóctonas.
Es así que se insta al desarrollo de ciencias
sociales capaces de llenar aquel vacío, lo cual
fortaleció la naciente disciplina antropológica
en el país. Este desarrollo, evidentemente, está
relacionado con las tendencias antropológicas
europeas y norteamericanas, las cuales se pudie-
ron instalar gracias a la voluntad política de las
élites liberales colombianas. Por ejemplo, el et-
nólogo francés Paul Rivet, huyendo de la guerra
en Francia, fue acogido en exilio en Bogotá en-
tre 1941 y 1943 por el presidente liberal Eduar-
do Santos, quien quería promover los estudios
etnológicos y arqueológicos en el país. Durante
el gobierno de Eduardo Santos (1938-1942), se
fundó el primer parque arqueológico del país,
el de San Agustín, y el Museo del Oro. El in-
terés era “recuperar el pasado prehispánico con
el objetivo de construir la historia de la patria
(Langebaek, 2003, p.151). Rivet y su alumno,
Hernández de Alba, por su parte, jugaron un pa-
pel importante en la institucionalización de la
antropología en Colombia (Langebaek, 2003;
Troyan, 2007).
Estas ciencias sociales se desarrollaron pa-
ralelamente a las corrientes artísticas indigenis-
tas. Todo ello no es ajeno al hecho de que en
Europa también había corrientes vanguardistas
como la de Picasso y los cubistas, en la cual se
mostraba un marcado interés por las artes exóti-
cas de pueblos “primitivos”. Un ejemplo del arte
indigenista local es la obra del célebre escultor
colombiano Rómulo Rozo, quien, luego de ha-
ber hecho estudios en Madrid, se mudó a París,
donde ejerció su profesión de artista a partir de
1925. La obra de Rozo, valorada en Europa y
luego exaltada por las élites intelectuales y po-
líticas colombianas, marcó el comienzo de un
movimiento intelectual, artístico y literario de
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149
indigenistas llamado el “Movimiento Bachué”,
que contribuyó por mucho tiempo al desarrollo
de la antropología en Colombia (Perry, 2009,
p.79).
Las ciencias sociales han desempeñado un
papel importante en la denición de las políticas
relacionadas con los indígenas. Sin embargo, los
intelectuales indigenistas estaban divididos entre
aquellos que se interesaban en encontrar los me-
dios para una integración exitosa de los indíge-
nas en la Nación, y los que no veían con buenos
ojos esta integración, considerándola como una
fuente de desgracia para ellos mismos. Estos dos
enfoques recuerdan el debate de gran actualidad
sobre el grado y la manera en que los indígenas
deben integrarse a la modernidad. Aquí hay in-
terrogantes sobre la educación que deben seguir,
la presencia de los servicios de salud al estilo
occidental en sus comunidades, los procesos de
interculturalidad, etc. Estos debates suelen refe-
rirse, en el fondo e implícitamente, a nociones
de pureza y autenticidad (Sarrazin, 2015a), ya
que algunas personas asumen que la integración
de los indígenas en la sociedad moderna puede
“destruir” estas culturas.
Mientras que desde los años 1950 algunos
intelectuales ya denunciaban los problemas que
suponía la penetración de Occidente en las cul-
turas indígenas, ciertas corrientes tendían a pen-
sar que era necesario luchar para que los grupos
indígenas obtuvieran los servicios de educación
y de salud del Estado Moderno. Desde corrien-
tes de izquierda, por ejemplo, se tendía a catego-
rizar a los indios como campesinos o miembros
del proletariado oprimidos por el sistema, razón
por la cual debían organizarse para rebelarse se-
gún modelos revolucionarios modernos (Wade,
2000). De hecho, Gros (2000, p.356) señala que
los partidos políticos de izquierda participaban
en el proyecto de “desindianizar” al nativo para
integrarlo en la modernidad y hacerlo participar
en el movimiento de emancipación social.
De manera muy dominante en aquella épo-
ca, se creía que la modernización era el modelo
ideal (o único) para construir una Nación prós-
pera. Así mismo, pese al reconocimiento de una
“raza mestiza”, el ideal (a menudo no admitido),
era el “blanqueamiento” del país, y, aunque se
idealizara un indio del pasado, las características
culturales reales de los indígenas y los afrodes-
cendientes eran consideradas como los “estig-
mas de inferioridad racial” (Pineda, 2002). En
el mismo orden de ideas, el indígena era un ser
“inferior” que debía ser asimilado en el sistema
del Estado Moderno por medio del mestizaje
biológico y cultural. Todavía en la década de los
sesenta, el indígena que vivía en su comunidad
con sus propias normas, su lengua, sus creen-
cias, etc. (como se quiere actualmente), era per-
cibido como incompatible con la construcción
de una Nación (Gros, 2000). La asimilación del
indio se debía realizar, ya no quizás por medio
de la evangelización, sino principalmente por
medio de su inserción en el sistema de educa-
ción generalizado.
Sin embargo, es también en la década de los
sesenta que surge en Colombia una nueva polí-
tica agraria y se comienzan a crear nuevos res-
guardos o a ampliar los ya existentes. Además,
en 1967, Colombia se adhiere a la Convención
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150
107 de la OIT (Organización Internacional del
Trabajo) sobre los “derechos de las minorías tri-
bales”, lo que proporciona un fundamento jurí-
dico para la protección de algunos resguardos
y para la defensa de un cierto grado de autono-
mía de los mismos (Pineda, 2002). Igualmente,
en esta década, la identidad indígena comien-
za a ser revalorizada en los Estados Unidos de
Norteamérica y el número de personas que se
declaran “nativos” comienza a aumentar verti-
ginosamente (Castile, 1996). De modo similar,
en Colombia y en otros países latinoamericanos,
durante la década de los sesenta, pero sobre todo
en la década de los setenta, surgen numerosos
movimientos sociales contestatarios, algunos de
los cuales reivindicaban la identidad indígena
(Laurent, 2005; Pineda, 1997).
Por otro lado, inuenciados por las tenden-
cias de los intelectuales marxistas, algunos inte-
lectuales militantes evocan las teorías de la de-
pendencia económica y denuncian las relaciones
comerciales desiguales entre América Latina y
los países del Norte. Desde este marco teórico,
el indígena era considerado como la parte más
baja de la cadena de dependencia (Wade, 2000),
y se le trataba más mediante la noción de clase,
que mediante las nociones de raza o de etnici-
dad.
En Europa y en Norteamérica “la teoría de la
dependencia atrajo a numerosos investigadores
y estudiantes occidentales decepcionados por el
aburguesamiento de su sociedad y que veían en
el ‘Tercer Mundo’ la posibilidad de la llegada de
un romanticismo revolucionario que anhelaban”
(Deliège, 2008, p.427). Alrededor de los años
setenta, las élites intelectuales colombianas re-
anudaron estos discursos a su manera. El indio
representaba uno de los bastiones de la cultura
local y uno de los grupos sociales que había que
proteger del imperialismo o del capitalismo.
En este punto no podemos dejar de mencio-
nar la “teología de la liberación”, cuyos princi-
pales líderes eran (como su nombre lo indica)
los “sacerdotes revolucionarios”
8
. En Colombia,
por ejemplo, un líder importante que reivindica
dicha autonomía es el sacerdote Camilo Torres,
un profesor de sociología de la Universidad Na-
cional, conocido también como el “cura guerri-
llero”. Como muchos otros intelectuales actual-
mente, Escobar (2005) considera la “teología de
la liberación” como una corriente de pensamien-
to importante para fundar la reivindicación de lo
autóctono entre las décadas de los sesenta y los
setenta.
Estas teorías se combinaron un poco más
tarde con las del colonialismo y las del posco-
lonialismo. Así, los indígenas vienen a ser con-
siderados como las víctimas más vulnerables
de una forma de colonialismo en el interior del
país, del cual los descendientes de los europeos
y las élites del país también son responsables.
Hacia nales de la década de los setenta se co-
menzaba igualmente a constatar que el proyec-
to de integración de los indígenas a la sociedad
civil estaba lejos de llevarse a cabo, a pesar de
más de cien años de esfuerzos en ese sentido.
8 Sería un error creer que esta “teología” fue promovida por la
Iglesia como institución. De hecho, los “sacerdotes revolucio-
narios” eran sacerdotes disidentes y la Iglesia de la época se
oponía a sus acciones.
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151
Algunos comenzaron a poner en tela de juicio
dicho proyecto.
Durante esta época, las políticas del Estado
relacionadas con las comunidades indígenas
cambiaron considerablemente. En 1978, el Es-
tado prescribió la enseñanza bilingüe en estas
comunidades de forma paralela a las políticas
de restitución de tierras para las comunidades
indígenas (Pineda, 1997, p.114). También es
en esta época que el gobierno concibió la “et-
noeducación” como política ocial en los terri-
torios indígenas y creó un “Plan de Desarrollo
indígena” o “etnodesarrollo”, el cual debía ser
adaptado a las características culturales de estas
comunidades. La etnoeducación consiste en un
conjunto de programas especiales de educación
primaria y secundaria en las comunidades indí-
genas, programas adaptados a sus tradiciones y
a sus creencias. Desde entonces, en efecto, cada
comunidad puede decidir el contenido de los
cursos administrados a los niños en las escuelas,
y la enseñanza se puede realizar en la lengua au-
tóctona de los ancestros. Se anuncia igualmente
el concepto de “interculturalidad” y de “inter-
cambio de saberes”. En 1989, un funcionario
armó que en el programa de etnoeducación se
“fomenta el relativismo cultural [...y] está ba-
sado en el principio de que ninguna cultura es
superior a otra” (palabras citadas por Jackson,
1995, p.308).
La Crisis de un Modelo Socio-Político y el
Lugar de lo Indígena
Como se pudo ver, para la década de 1970,
las élites ya no estaban tan seguras de que la mo-
dernización fuera la única vía para el desarrollo
social. Las críticas contra la cultura moderna y
el proyecto civilizatorio colonial o postcolonial
se dan a conocer desde las academias del Norte
global (Amselle, 2008). Por demás, el raciona-
lismo que caracteriza a la modernidad entra en
un período de crisis en la década de los ochenta
(Wade, 2000). Así, no es ya tan claro que la cul-
tura moderna sea lo mejor que le pueda advenir
a la humanidad. Cabe citar aquí una de las gu-
ras fundamentales para ese tipo de críticas, Mi-
chel Foucault, quien hizo hincapié en el hecho
de que los discursos construyen la realidad de la
que hablan, y que las deniciones de lo que es
bueno o verdadero son el resultado de las rela-
ciones de poder en las sociedades que las produ-
cen (Foucault, 1969).
Paralelamente y desde el Norte global, se da
cada vez más importancia al concepto de polí-
ticas de la identidad (Hall, 2003) y, sobre todo,
a la idea de que el mundo está compuesto por
una serie de culturas diferentes, cada una de las
cuales tiene su valor y su derecho a existir (Am-
selle, 2001). Dentro de estas nuevas tendencias,
se considera que los grupos sociales minorita-
rios pueden y deben intervenir para plantear sus
propuestas culturales según sus tradiciones y su
identidad.
A partir de la década de los ochenta, el pro-
yecto de construcción de una Nación cultu-
ralmente homogénea, de casi 200 años, entra
denitivamente en crisis. Los países latinoame-
ricanos comienzan a reconocer su diversidad
(Gros, 2000) y se multiplican los movimientos
identitarios étnicos y los movimientos en torno
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152
a temas como el género y la sexualidad (Wade,
2000). Las comunidades étnicas se hacen “visi-
bles” y reclaman sus derechos, aunque lo hacen
de la mano de intelectuales no indígenas forma-
dos en academias occidentales (Sarrazin, 2011).
Es entonces evidente que todo este proceso
que se vive en Colombia en aquella época no es
endógeno. En América Latina los movimientos
indígenas se multiplican, guiados por las élites
que les incitan a preservar o recuperar sus tradi-
ciones. Los movimientos indigenistas vienen a
ser asociados a una forma de resistencia contra
una modernidad desprestigiada por intelectuales
europeos (Amselle, 2013). Sin embargo, tam-
bién hay que tener en cuenta que, como señala
Gros (1997), para los grupos étnicos, recurrir a
estas imágenes de la identidad india ha sido un
medio para alcanzar objetivos políticos y econó-
micos. En las décadas de los ochenta y noventa,
los movimientos políticos (aunque no siempre
se reconozcan como tales) fundados sobre las
nociones como la “identidad” y la “cultura”, co-
mienzan a reemplazar a las organizaciones polí-
ticas fundadas sobre la noción de “clase”, como
los sindicatos de trabajadores (Wade, 2000).
Esto es lo que Segato (2007) también llama la
“etnización de la diferencia”, maniesta en mu-
chos países occidentales.
Estos movimientos identitarios se desarro-
llan paralelamente al neoliberalismo en la re-
gión y en el mundo. Las políticas de apertura de
fronteras permiten el aumento de la llegada de
objetos, personas y producciones culturales de
lugares muy alejados y distintos y las sociedades
se deben adaptar a ellos: se instauran las políti-
cas de tolerancia y apertura frente a la diversi-
dad, las cuales son promovidas incluso desde la
Organización de Naciones Unidas (ONU).
Con la mejora de las tecnologías de transpor-
te y de las comunicaciones, los grupos locales
son inuenciados cada vez más por aquellas ten-
dencias de protección de la diversidad cultural
que plantea la ONU y los países del Norte. Ade-
más, las comunidades pueden, por su acceso a
los medios de comunicación, dar a conocer su
situación más allá de las fronteras nacionales.
Por lo tanto, sus peticiones tienen más eco en
medio de organizaciones internacionales, como
aquellas que trabajan por los Derechos Huma-
nos. El campo de batalla para la construcción
identitaria es cada vez más globalizado, y pasa
en buena parte a través de los medios de co-
municación transnacionales (Sarrazin, 2015b).
Estos factores permiten ejercer presión sobre el
gobierno nacional, para promover las políticas a
favor de estos grupos étnicos. Es también hacia
principios de la década de los noventa que las
élites indígenas comienzan a presentar sus co-
munidades frente a la sociedad nacional e inter-
nacional como culturas que preservan el medio
ambiente y que pueden proponer modelos de de-
sarrollo sostenible opuestos a los del capitalismo
depredador (Ulloa, 2004).
De otra parte, se instauran políticas de des-
centralización, lo cual implica que el Estado con-
cede más autonomía política a las comunidades
locales o Entidades Territoriales, incluyendo a
las comunidades indígenas. La democratización
de las sociedades juega también un papel impor-
tante, especialmente con el paso de los ideales
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153
de una democracia representativa a aquellos de
una democracia participativa. En este modelo,
incluso las minorías numéricas deberían tener
una posibilidad de hacer oír su voz y participar
en la toma de las decisiones que los afectan. Este
sistema permite, de forma muy evidente, el au-
mento de poder de los movimientos políticos de
las minorías. Los grupos étnicos son politizados
y aprovechan las ventajas de estas tendencias
(Sarrazin, 2008).
En este contexto cultural y político, surge una
nueva Constitución Política en 1991, tras largos
procesos de negociación entre los diferentes
movimientos políticos e ideológicos, iniciados
en la década de los ochenta. Se puede armar,
con Pineda (1997), que el carácter multicultu-
ralista de la Constitución de 1991 es el reejo
de los ideólogos presentes en las sesiones de la
Asamblea Constituyente. Este autor señala que
dicha Asamblea, a pesar de ser heterogénea y es-
tar constituida en un marco democrático, estaba
fuertemente inuenciada por la ideología liberal
a la cual hemos hecho referencia anteriormente.
Colombia se declara “pluriétnica y multicul-
tural”, como se puede leer en la primera página
de la Constitución actual. Esta nueva Carta ar-
ma, de la misma manera, que “El Estado recono-
ce y protege la diversidad étnica y cultural de la
Nación colombiana” (Art. 7) y “El Estado reco-
noce la igualdad y dignidad de todas [las formas
culturales] que conviven en el país” (Art. 70).
Por tanto, una nueva identidad nacional se está
construyendo: “La cultura en sus diversas mani-
festaciones es fundamento de la nacionalidad”
(Art. 70). La participación de representantes
indígenas en la Asamblea Constituyente que re-
formó la Constitución en 1991 es el resultado de
procesos que han sido respaldados por la repre-
sentación positiva del indígena en los discursos
del Estado y de la sociedad civil. Como lo señala
Báez-Jorge (2001), quien habla de un proceso
generalizado en varios países en América Lati-
na, concebir las políticas con los indios, en lu-
gar de políticas para los indios, es un cambio
fundamental a nivel de la cultura política de las
élites nacionales. Por tanto, no debemos imagi-
nar que la estructura política del país cambió por
una forma de “etnonacionalismo”, como suce-
dió en países como Bolivia, Perú o Ecuador. En
Colombia, nunca ha sido cuestión de otorgar el
poder a los indígenas, ni de imaginar que la po-
lítica nacional dominante podría tomar una iden-
tidad indígena
9
. Si bien es cierto que la nueva
norma quiere que los indígenas tengan un lugar
en el sistema político, este lugar, como se sabe,
es muy minoritario y marginal.
En la actualidad, la presencia de indígenas
en el Congreso y en la Cámara de Representan-
tes está asegurada. En un sistema de democra-
cia representativa clásica, los indígenas tenían
escasas posibilidades de ser elegidos en cargos
políticos a nivel nacional, teniendo en cuenta su
condición de minoría numérica. La Constitución
Política de 1991, particularmente en el artículo
176, pone n a esta situación. Además, la nueva
legislación ahora concede cierta autonomía po-
lítica a las comunidades indígenas en el interior
9 Recordemos que la población indígena en Colombia, al con-
trario de los países que se acaban de citar, es muy minoritaria.
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de sus territorios para gestionar sus asuntos in-
ternos. De la misma forma, incluso si el castella-
no es la lengua ocial del país, las lenguas y dia-
lectos de los grupos étnicos son ociales en sus
propios territorios (Art. 10 de la Constitución).
Una de las ventajas fundamentales (y polé-
micas por el reto económico que representa) de
declararse indígena, es el hecho de que los terri-
torios son concedidos a las comunidades indíge-
nas bajo la forma de propiedad colectiva. Aparte
de las ventajas materiales evidentes que esto im-
plica, existe la autonomía parcial de los líderes
indígenas sobre estos territorios (como lo vimos
en el caso de los cabildos). “La Constitución de
1991 ofrece a los pueblos indígenas la posibi-
lidad de ejercer las funciones jurisdiccionales
(facultad de administrar la justicia) en sus do-
minios territoriales, según sus propias normas y
procesos, en la medida en que estos no vayan en
contra de los principios constitucionales. Dichas
funciones serán ejercidas por las autoridades lo-
cales o cabildos” (Sánchez et al., 2000, p.373).
Así, las comunidades pueden, por ejemplo, opo-
nerse a la realización de proyectos económicos
susceptibles a ir en contra de sus intereses o de
“dañar su integridad cultural” (Sánchez et al.,
2000, pp.368-9).
Los indígenas se benecian de otros privile-
gios como la exoneración de algunos impuestos
o de la obligación de prestar el servicio militar.
Al mismo tiempo, tienen acceso gratuito (al me-
nos en principio) a la educación hasta el bachi-
llerato. Desde luego, la existencia de políticas a
favor de las comunidades indígenas no es garan-
tía de que estas políticas sean una realidad en la
práctica. Por tomar solo un caso, Jackson (1995)
muestra precisamente las enormes dicultades
que surgen cuando se quiere incorporar una for-
ma de medicina indígena en un programa de sa-
lud público típicamente occidental. Asimismo,
en lo que concierne a la etnoeducación, Jackson
también señala que la cosmología y la historia
indígenas no siempre pueden ser “enseñadas”
en los formatos de educación que se aplican en
las escuelas (que consisten, por ejemplo, en la
transmisión de instrucciones por un profesor que
habla a un grupo de estudiantes en un aula, etc.).
Además, como Sarrazin (2016) señala en su
crítica al pluralismo contemporáneo, todavía
existen interrogantes y problemas relacionados
con temas como: a) la organización de los terri-
torios indígenas, particularmente en las comu-
nidades de la Amazonía, que no necesariamente
están instaladas en un territorio predeterminado;
b) la autonomía política, particularmente por-
que no todas las comunidades indígenas tienen
formas de organización política comparables
con las occidentales; c) los límites reales del
pluralismo jurídico, ya que las normatividades
de estos pueblos pueden contradecir las normas
occidentales; d) las políticas multiculturalistas
imaginan los grupos indígenas como entidades
bien delimitadas, con fronteras culturales y so-
ciales denidas, lo cual no es siempre el caso.
Además, las comunidades continúan siendo ex-
propiadas y agredidas físicamente por aquellos
que pueden tener intereses económicos en sus
territorios, tales como colonos, productores de
drogas, mineros o grupos armados.
La diversidad cultural, al ser un concepto
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generalmente valorizado, contribuye a la va-
lorización de los grupos étnicos. Sin embargo,
la diversidad es una categoría ambigua, poli-
sémica, cuyos signicados y usos dependen de
la sociedad que los dena. Se elige de manera
particular aquello que legítimamente constituye
la diversidad. Al respecto, cabe notar que el re-
conocimiento de la diversidad valoriza algunas
alteridades más que otras (Sarrazin, 2016). Por
ejemplo, como lo señala Cunin (2000), si bien
es cierto que el multiculturalismo está de moda,
la alteridad cultural solía ser representada me-
diante el estereotipo de la cultura indígena tradi-
cional. Por el contrario, los “afrodescendientes”
son mucho menos “visibles” que las comunida-
des indígenas. Para Cunin (2000), el multicultu-
ralismo se reduce nalmente al reconocimiento
de la población más visible y la mejor organi-
zada. Esto, sin embargo, no es del todo preciso
y debe ser complementado: una de las razones
que pueden explicar la mayor visibilidad de los
indígenas en relación a las negritudes, es que los
primeros corresponden mejor a una categoría
“étnica” concebida por las élites intelectuales y
políticas.
Conclusiones
En el pasado, los indígenas eran considera-
dos como seres inferiores cuya cultura iba a des-
aparecer, mal que bien, a causa de la civilización
moderna. Hoy en día, cada vez más, sectores
crecientes de la población reivindican una iden-
tidad indígena, la cual es valorada por una cierta
hegemonía cultural y ya no es considerada como
una amenaza para la identidad nacional.
Sin embargo, hemos podido constatar que
este indigenismo de parte de las élites intelec-
tuales no es tan reciente como se suele pensar.
De hecho, algunos intelectuales y artistas de
vanguardia han manifestado su apreciación por
los “indios” desde los albores de la República.
Hasta la década de 1950, el común denomina-
dor de estos discursos fue la utilización de la
categoría indígena para construir una identidad
nacional propia, así como la denuncia de las in-
justicias cometidas por los colonizadores contra
los aborígenes.
Si la postura contra la destrucción de las cul-
turas indígenas y contra el etnocidio parece una
verdad más o menos extendida y difícilmente
cuestionable, los diferentes discursos a favor de
los indígenas han tomado formas muy diversas
y debatidas. La pregunta “¿qué hacer con los in-
dígenas?” suscitó siempre fuertes controversias:
se pasó de proponer la destrucción, la integra-
ción o la disolución de sus culturas, a promover
su preservación y la promoción de sus identida-
des esencializadas.
La valorización actual de las culturas indíge-
nas recuerda los discursos de los románticos del
siglo XIX, en los cuales la categoría del indio
era también valorizada, pero se trataba más bien
de la valoración de un pasado mítico, mientras
que el desprecio y la exclusión continuaban
existiendo en las relaciones sociales con los in-
dígenas reales. Es inevitable notar que ocurre
algo similar en la actualidad, pero este tema va
más allá de los límites de este artículo.
La visibilidad de los grupos indígenas se
puede explicar por la acción de las organiza-
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ciones indígenas que se han posicionado en la
escena política y que han reclamado sus dere-
chos frente a la sociedad nacional. Sin embargo,
esta explicación corre el riesgo de ser demasiado
simplista, ya que no considera que el aumento
de poder de estas organizaciones surge en el
marco de cambios en el pensamiento de las éli-
tes no indígenas, y no solo en Colombia, sino
en muchos otros países de Occidente. Podemos
hablar entonces de una hegemonía transnacional
que ha propiciado la valoración de la categoría
indígena y su inclusión en las políticas estatales.
Por otra parte, los cambios que tienen lugar
en los años 1980 y 1990, momento en el cual el
indigenismo se institucionaliza denitivamente
bajo la forma de un multiculturalismo liberal,
implican además el reconocimiento de la di-
versidad cultural y de las identidades locales en
todo el mundo. Estos cambios están ligados a
otras tendencias como las críticas de la cultura
moderna y, por consiguiente, la valoración de la
diferencia cultural. En consecuencia, también se
difunden discursos en contra de la “moderniza-
ción” de los indígenas y se valoran positivamen-
te sus “culturas”, ahora vistas como riquezas y
sabidurías que constituyen un patrimonio inma-
terial invaluable. Todo ello contribuye a legiti-
mar los programas institucionales en favor de
la categoría indígena y se deslegitiman aquellas
iniciativas pasadas que tenían como lema la ho-
mogeinización de la cultura nacional.
Sin embargo, lo que no se suele tener en
cuenta es que no necesariamente se valora y se
respeta lo que los indígenas mismos piensan o
practican, sino lo que se considera como “indí-
gena” desde las mismas élites del país. Esto es
aún más paradójico si notamos que este régimen
multicultural se instala precisamente en el con-
texto de expansión del neoliberalismo y de glo-
balización, contexto en el cual se propende por
la apertura de las fronteras, que hace cada vez
más insostenible concebir la categoría indígena
como una serie de culturas “arqueologizadas” y
claramente separadas del sistema-mundo. Las
élites que deenden el derrumbamiento de los
muros y las fronteras, de manera que nada im-
pida su movilidad y su libre acceso a cualquier
espacio cultural, al mismo tiempo deenden lo
indígena como una categoría cerrada. Esta es
una muestra más de la imagen articial y con-
tradictoria sobre la cual se basan las políticas
indigenistas.
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