Justicia, No. 30 - pp. 86-95 - Diciembre 2016 - Universidad Simón Bolívar - Barranquilla, Colombia - ISSN: 0124-7441
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* Este artículo hizo parte de la estancia postdoctoral del autor en la Fondation Maison de Sciences de l’Homme (FMSH), de París (Fran-
cia), que en octubre de 2014 realizó con el respaldo del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), y la Universidad
Nacional de Colombia.
** Antropólogo y doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Profesor asociado de la Uni-
versidad Nacional de Colombia y director del Grupo de Estudios de las Subjetividades y Creencias Contemporáneas (GESCCO).
sanabria.fabian@gmail.com
Estado, instituciones
democráticas y postconicto
en Colombia*
State, democratic institutions
and postconict in Colombia
Fabián Sanabria**
Recibido: 5 de octubre de 2015 / Aceptado: 15 de febrero de 2016
http://dx.doi.org/10.17081/just.21.30.1351
Resumen
El “matrimonio” entre Estado y Nación toca su n a las puertas del nuevo
milenio. A escala planetaria circulan los signos de una época que instituye
otros valores: diversos procesos de globalización económica y mundialización
cultural mueven los cimientos de aquellos contratos sociales que no resisten
los embates de la diversidad. Así, entra en crisis el contrato de dones y contra-
dones en el que el Estado retribuía a la identidad nacional. A la luz de estas
transformaciones, el análisis sobre las soberanías y los territorios baldíos en
Colombia no debe dejar de reconocer la incapacidad histórica del Estado co-
lombiano para asegurarse ese doble dominio que le conere legitimidad: el
monopolio de la violencia física y simbólica que regula el orden social. El
primer caso lo ilustran los grupos armados al margen de la ley. El segundo, la
creciente falta de credibilidad que pesa sobre la institución estatal. En ambos
casos, ese espacio ambiguo (físico y simbólico) que ocupan los ciudadanos se
apoya en algunos cuadros sociales de la memoria mientras se van actualizando
episodios concretos de la historia colombiana, en los que se conrma la ten-
dencia a rechazar la diferencia del otro, devorándola o vomitándola, en lugar
de integrarla.
Abstract
The “marriage” between State and Nation touches its end to the doors of
the new millennium. On planetary scale circulate the signs of a time that de-
nitively institutes other values: diverse processes of economic and cultural
globalization affect the foundations of those social contracts that do not resist
the attacks of the diversity. Thus, it enters on crisis, the contract of gifts and
against-gifts in which the State repaid whit Social Security what their citizens
had deposited to it: national identity. On the light of these transformations, the
analysis on the sovereignties and waste territories in Colombia would not have
to let recognize the historical incapacity of the Colombian State to make sure
that double dominion that confers legitimacy to it: the monopoly of the physi-
cal and symbolic violence that regulates the social order. The rst case can be
illustrated by the armed groups, margin of the law. The second, the increasing
lack of credibility, that weighs on the state institution. In both cases, that am-
biguous space (physical and symbolic) occupied by the citizens leans in some
social memory frames that update concrete episodes of the Colombian history,
in which the difference of the other tends to continue being devoured and/or
being thrown up instead of integrated.
Palabras clave:
Colombia, Contrato social, Diver-
sidad, Estado, Identidad nacional,
Globalización, Nación y Soberanía.
Key words:
Colombia, Social contract, Diversity,
State, National identity, Globalization,
Nation and Sovereignty.
Referencia de este artículo (APA): Sanabria, F. (2016). Estado, instituciones democráticas y postconicto en Colombia.
En Justicia, 30, 86-95. http://dx.doi.org/10.17081/just.21.30.1351
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INTRODUCCIÓN
Los Estados modernos se fundan con base en
el principio del monopolio legítimo de la violen-
cia física en los territorios que están llamados a
administrar. Esa hegemonía supone el estable-
cimiento de una legislación y unas instituciones
que garanticen el orden social. La consecuencia
inmediata de semejante estatuto es el dominio
simbólico sobre las instituciones que actúan en
esa jurisdicción, procurándole al Estado sus pro-
pios mecanismos de conservación, como incor-
porar prohibiciones y obligaciones sobre aque-
llo que lo amenaza o fortalece. En ese sentido,
la Nación es el complemento fundamental del
Estado: aquella reproduce su poder y promue-
ve la construcción de las identidades que le son
asociadas. Del mismo modo, a su vez, la demo-
cracia ha sido la forma de gobierno insigne de la
organización política moderna. Así, después de
consolidarse la Nación, el Estado no es solo he-
gemónico en lo concerniente a la aplicación de
la violencia física, sino en lo que se reere a la
violencia simbólica que regula el orden social.
Ese control simbólico, en el que quedan conci-
liadas las alteridades a través de los dispositivos
afectivos de la Nación, tiene como correlato no
solo el dominio del territorio, sino la seguridad
social, entendida como garantía de libertad pú-
blica para sus aliados, e igualmente como Es-
tado de Bienestar. Dicha seguridad pasa por sis-
temas de tributación, registro, salud, pensiones,
educación nacional pública y gratuita, atención
a discapacitados, etc. Es decir, el Estado-Nación
asegura su reproducción mediante sistemas de
organización institucional y de cobertura social,
así como de coerción en términos físicos, los
que le permiten erigirse simbólicamente hege-
mónico.
La referencia histórica al proyecto del Esta-
do-Nación moderno sin duda es el ideal que la
Revolución Francesa instituyó: la fundación de
una república que democratizaba las funciones
de gobierno y ejercía el tránsito de súbditos a
ciudadanos estableciendo en sentido formal los
valores de libertad, igualdad y fraternidad. Lo
que los ciudadanos cedían al Estado les era de-
vuelto, según la lógica democrática, en forma de
garantías sociales expresadas en leyes concretas
tomadas no como favores del rey sino como pre-
rrogativas vinculadas a la naturaleza misma del
Estado de Derecho. La correlación entre Estado
y Nación se extendía así al plano de la organiza-
ción del comercio, de la mano del ordenamiento
territorial por medio de sistemas de nomencla-
tura y de infraestructuras físicas que facilitaban
y determinaban una nueva economía. Estado de
Bienestar es quizás la expresión más acabada de
este empeño. En efecto, sería difícil encontrar
un ejemplo mejor del que proveen aquellos paí-
ses que lograron acercarse a ese modelo ideal
típico, en el que algunas disposiciones políti-
cas reales representaban la contraprestación
del Estado a sus ciudadanos. Al costo de cierta
homogeneización del colectivo social, el Esta-
do lograba por medio del relato nacional crear
la cción bien fundada de una legitimidad que
rebasaba el uso de la fuerza y se inscribía en el
orden de la credibilidad. Esto es lo que expresa
el llamado “contrato social”: la responsabilidad
estatal con unos individuos que son nacionales
estado, instituCiones demoCrátiCas y PostConfliCto en Colombia
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en tanto corresponden con los deberes que im-
pone el Estado, o para decirlo con la antropolo-
gía clásica, se establece ahora el intercambio de
dones y contra-dones.
Sin embargo, en el mundo contemporáneo
ese costo parece impagable. Los diversos mes-
tizajes culturales que se producen y reproducen
gracias a una circulación feroz de bienes, perso-
nas y servicios hacen que la igualdad esté siem-
pre interpelada por la diversidad sociocultural.
Al mismo tiempo, el lanzamiento de las econo-
mías nacionales al mercado internacional lleva
al Estado a perder las potestades que le eran
propias en términos de administración de tribu-
tos y reglamentación del mercado interno, pues
a la diversidad propia del territorio ahora suma
la diversidad asociada a las dinámicas propias
del mercado global. Así se constituye una doble
ruptura: la incapacidad del Estado de cumplir la
función a la que la Nación le impele, y el des-
interés de los ciudadanos por corresponder con
las exigencias que el Estado les impone, esto
es, con concurrir al vínculo nacional. Caricatu-
rizando un poco ese ideal moderno de Estado,
un rito contemporáneo como el Mundial de Fút-
bol expresaría justamente cómo la diversidad
no es más que un articio celebrado en pantalla
–“¡cuántos negros e inmigrantes hay en la selec-
ción francesa o inglesa!”–, al tiempo que se la
excluye de los dispositivos de inclusión políti-
ca concreta cuando abiertamente se la ataca en
los espacios de decisión. De todas maneras, más
allá de lo fabricado de esa diversidad tipo sou-
venir, lo cierto es que esa exaltación patriótica
habla más de las crisis de la identidad nacional
y de la funcionalidad estatal, que de la cohesión
social que debería darse por descontada. Las ins-
tituciones políticas, connadas territorialmente
y ligadas al suelo, son incapaces de hacer frente
a la extraterritorialidad y a la diversidad socio-
cultural que le viene de afuera y se maniesta al
interior de sus fronteras.
A tono con las dinámicas que signan la lla-
mada globalización, las relaciones sociales ya
no están en sí mismas marcadas por el peso de lo
sólido, del vínculo establecido por trascenden-
cias –así sean profanas–, sino por conexiones
que en cualquier momento se pueden suspender
o incluso cancelar de plano. Eso indica que los
territorios y los espacios son mucho más virtua-
les que reales, y quizá la aproximación hacia
un todo ccional sea, desafortunadamente, más
cierto que la cruda realidad. Una persona puede
sentir que se relaciona más “íntimamente” con
alguien a través del chat que con el vecino de en
frente. El nuevo espacio es un espacio-velocidad
que vuelve toda acción instantánea, y por ende
virtualmente imposible de prevenir, así como
potencialmente improbable de castigar. La ima-
gen especular que devuelve esa impunidad de
la acción es la “vulnerabilidad de los objetos”,
altamente ilimitada e irremediable, pero es una
vulnerabilidad que debe ser ocultada a toda cos-
ta, porque, en efecto, pone en entredicho la ca-
pacidad del Estado para cumplir con las labores
que el contrato con la Nación le exige. Queda
así develada la verdad del don que relacionaba
al Estado con los ciudadanos, y bien se sabe que
enunciar las reglas del intercambio equivale a
disolverlo. El Estado queda entonces expuesto
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a una competencia por producir la imagen (vir-
tual) incluso más creíble de lo que realmente de-
bería ser de verdad.
Ahora bien, el Estado colombiano tuvo que
delegar los pilares de su fundación a individuos
u organizaciones ajenos a su estructura. Desde
el punto de vista de la coerción, los ciudadanos
han tenido que ocuparse permanentemente de
su propia seguridad, enfrentándose a otros su-
jetos, o incluso al mismo Estado, al tiempo que
se han apropiado de la justicia según reglas es-
tablecidas por ellos mismos. Desde la indepen-
dencia de España, el territorio colombiano ha
sido escenario de incontables enfrentamientos
bélicos, bien sea guerras contra la intención de
reconquista, luchas civiles de distinto alcance e
intensidad, brotes de violencia a causa de rei-
vindicaciones campesinas o la consolidación de
estructuras armadas paralelas tanto al Estado
como a las organizaciones políticas institucio-
nalmente reconocidas: levantamientos guerrille-
ros con pretensiones de alcanzar el poder estatal
mediante el uso de la violencia, o el fenómeno
paramilitar, nacido como iniciativa antisubversi-
va. Es decir, el Estado nunca ha podido estable-
cer un monopolio exclusivo de la violencia en
el territorio que está llamado a administrar, pero
que efectivamente no lo hace porque tiene que
competir tanto con individuos como con organi-
zaciones en lugares en los que poseen, además
del monopolio de la violencia, cierta hegemo-
nía en la actividad económica. Esto ha llevado a
que reiteradamente el Estado haya delegado en
particulares las labores de administración de la
violencia –y por tanto de la justicia– en sectores
en los que ha sido incapaz de llegar con todo el
peso de su institucionalidad, en tanto que incu-
rre en desmanes y arbitrariedades por fuera de
sí mismo.
Con respecto a la consolidación de la liación
afectiva de la Nación, la Iglesia católica ejerció
una inuencia notable en ámbitos que debía asu-
mir la esfera estatal. En Colombia ocurrió algo
que no se dio en México, Argentina o Brasil,
como fue prolongar la alianza entre el trono y
el altar que venía de la Colonia. Básicamente se
pueden señalar cuatro actividades en las cuales
la Institución Católica se mantuvo como princi-
pal autoridad. En primer lugar, la educación. Las
primeras universidades fundadas en la Nueva
Granada fueron indudablemente manejadas por
comunidades religiosas. Igualmente la mayoría
de colegios y escuelas estuvieron bajo la potes-
tad de la institución eclesiástica, la cual fungió
como administradora no solo de lo sagrado sino
también de lo educativo. El principal trabajo que
desarrollaron los misioneros de la Colonia, que
luego participaron de la República, fue educar
a los ciudadanos, particularmente a los criollos,
pero especícamente su función consistió en
ilustrar a las élites. (Sin duda, una de las pregun-
tas que cabría hacerles a los superiores de las
comunidades religiosas a cargo de la educación
privada y ocial es que si educaron a la mayoría
de las élites colombianas, ¿por qué han salido
tantos líderes deshonestos?, o sea, ¿qué tipo de
valores les transmitieron a sus formandos pues-
to que numerosos presidentes, alcaldes, gober-
nadores y senadores altamente cuestionados en
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Colombia, en un 90 % se educaron en institucio-
nes católicas?). En segundo lugar, la regulación
mediante algunos derechos civiles. Hasta hace
muy poco era tan importante tener la partida de
bautismo como el registro civil, pues la Iglesia
mantenía el monopolio de la identicación de
los ciudadanos; más aún, el certicado de defun-
ción se expedía solamente si se había celebrado
por una ceremonia religiosa. En este punto po-
dría decirse que la identidad católica se mantie-
ne, hecho que exige realizar ajustes en un país
formalmente laico. Un ejemplo de ello es que en
Colombia primero se celebra el rito católico del
matrimonio y después se accede al acto civil, y
la gura del Concordato establecía que el rito ca-
tólico bastaba para formalizar la unión. En tercer
lugar, la presencia de la Iglesia en regiones apar-
tadas de los núcleos poblacionales ha sido deter-
minante. Como el Estado se mostró incapaz de
llegar a los rincones del territorio, la labor de las
misiones fue importantísima en los procesos de
articulación civil en la institucionalidad, ya que
en principio lo eclesial cumplía funciones esta-
tales. En cuarto lugar, la asistencia a los sectores
más vulnerables de la población mediante obras
de benecencia y caridad pública. Por ejemplo,
si se mira con cuidado la historia de la medici-
na en Colombia, esta está ligada al Hospital San
Juan de Dios: toda una labor de seguridad social
que se suponía el Estado debía dar a sus socios,
cumplida por la Iglesia. Por último, indudable-
mente la Iglesia es una institución que a lo largo
de la historia republicana ha sido mediadora del
conicto. Aún hoy es mucho más fácil que en
zonas apartadas de los grandes centros urbanos
se reconozca al párroco como autoridad legítima
del pueblo, más allá del control militar que gru-
pos al margen de la ley tengan del territorio. Así,
puede armarse que la identidad colombiana en
un alto porcentaje es católica.
Ahora, en el terreno de las garantías de se-
guridad –no en términos de pacicación sino de
protección a la población nacional, que es esa
otra seguridad que forja el contrato democráti-
co–, los sistemas de protección social, por haber
sido atendidos tan deciente y precariamente
por el Estado, se convirtieron en una suerte de
donación de mal aliento, sucedánea de la institu-
ción caritativa. Enfrentados a la pura necesidad,
individuos que desearían contar con una relativa
autonomía socioeconómica sufren la discrimi-
nación concreta de estar aliados al Sisbén –sis-
tema de salud subsidiado para los pobres–, sin
contar con las garantías que ofrece estar inscrito
en una EPS bajo el régimen contributivo de co-
tización que se rige por las pautas del mercado.
Como balance histórico habría que analizar
justamente qué implicaciones tuvo el hecho de
esa comparecencia simultánea de Estado e Igle-
sia para atender las labores que no pudo asumir
el primero. Arriesgando un poco el análisis,
podría armarse que en Colombia no se dio el
típico matrimonio entre Estado y Nación sino
entre Estado e Iglesia, siendo esta última casi la
sustituta de aquella durante el siglo XIX. Sería
interesante tener presente esa hegemonía simbó-
lica que animó a la institución eclesial por mu-
chos años, y habría que tener en cuenta cómo se
empezaron a formar los primeros colegios ame-
ricanos...; incluso sería necesario preguntarse
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qué pasó con el Instituto Lingüístico de Verano,
el cual fue introduciéndose en zonas de misión
hasta tener que competir con la administración
católica en territorios apartados.
A propósito, debe armarse que para con-
solidar un proyecto verdaderamente moderno
existieron barreras también en la disposición
geográca de la capital: al ubicarla tan lejos del
mar, buscando protegerse de la malaria y otras
enfermedades tropicales, blindó a la Nación
contra el ujo migratorio constante y, por tanto,
resguardó a la población de las creencias pro-
testantes y de otros registros mundiales que son
el suministro para conformar sociedades cos-
mopolitas. El país no ha sido sistemáticamente
abierto al extranjero ni a los extranjeros, solo
parcialmente en la costa Atlántica con las migra-
ciones libanesas y turcas; por ello a Colombia
no llegaron italianos, portugueses o franceses
tal como ocurrió efectivamente en países como
Brasil o Argentina, que son Estados más aven-
tajados en la consolidación de instituciones po-
líticas modernas. Un presidente como Laureano
Gómez decía todavía en el siglo XX que era un
desacierto abrirle las puertas a los extranjeros,
porque a través de ellos la sociedad colombia-
na se contaminaría con “herejías protestantes y
ateas” que atentaban contra la moral y las bue-
nas costumbres. Los colombianos hemos estado
encerrados en nosotros mismos, y esa caracterís-
tica no solo es bogotana sino que atraviesa todo
el territorio, salvo la ya citada excepción de los
costeños. Como consecuencia de ese fenómeno,
la idea del otro distinto, de la alteridad, no se
construyó en Colombia a escala internacional,
y no se ha sabido integrar verdaderamente esa
extraterritorialidad al interior de las identidades
nacionales, condición esta que podría ayudar a
explicar parcialmente la deciencia en conciliar
la diversidad sociocultural propia del territorio.
No obstante, la trayectoria histórica del Es-
tado colombiano encuentra, hacia mediados del
siglo XX, un hito modernizador: el denominado
Frente Nacional, que instituyó la repartición del
poder político so pretexto de pacicar al país,
luego de una etapa histórica conocida como la
Violencia. En ese periodo se expresa la voluntad
explícita del Estado de reemplazar la permisi-
vidad resultante de la incapacidad de erigirse
como detentador legítimo de la violencia física
y simbólica, por la armación de una institucio-
nalidad fuerte.
El fortalecimiento estatal del Frente Nacio-
nal implicó un revés político que consagró el bi-
partidismo como única fórmula institucional de
ejercicio del poder, dejando de lado amplios sec-
tores de la población. Eso explica el surgimiento
de “contra-poderes” alternos: en ese momento
nacieron las guerrillas de las FARC y el ELN, al
margen del poder estatal que les negó expresión
democrática por fuera de los partidos tradicio-
nales. Erigiendo en contra del Estado reivindi-
caciones de sectores concretos de la población
campesina, los insurrectos fueron compelidos
a ello por la imposibilidad de articularse en las
fuerzas políticas que se autodesignaron como
detentadoras del poder y por la fuerte represión
que las fuerzas armadas legales e ilegales infrin-
gieron a las iniciativas alternativas al proyecto
de liberales y conservadores. Fácil es reconocer
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que una armación de este tipo, toda vez que el
conicto se ha degenerado al punto que se en-
cuentra hoy, podría resultar políticamente inco-
rrecta o incluso abiertamente antiestatal; pero es
conveniente recordar que el Estado colombiano
también ha sido históricamente responsable de
la emergencia de grupos insurgentes, y, además,
no se debe olvidar que en principio esos grupos
armados al margen de la ley también fueron una
expresión de la sociedad que se reconocía na-
cional, y que hasta hoy no ha renegado de ese
principio, aunque la barbarie de sus métodos nos
pone a dudar ya no de su condición nacional sino
de su humanidad especíca. Por eso parece que
cuando hablamos de la guerrilla –o de los para-
militares–, es como si estuviéramos hablando de
un extranjero, pero ellos son producto de unas
condiciones concretas de la historia del Estado
y la Nación colombianos. En la medida en que
la sociedad sienta “que los malos son ellos” y
los buenos “somos nosotros”, evidentemente el
país seguirá polarizado y lejos quedará el nece-
sario horizonte de una verdadera reconciliación
nacional.
También hay que recordar que los ecos de la
Guerra Fría aportaron un marco referencial a las
guerrillas colombianas, no solo en la elabora-
ción de los principios ideológicos sino también
en la planeación de una estructura organizativa
insurgente. Empero, las guerrillas no fueron las
únicas fuerzas armadas que surgieron durante el
Frente Nacional. Los años 50 son también el es-
cenario en el que aparecen fuerzas paramilitares
que, a diferencia de las organizaciones guerri-
lleras, no se armaron contra el poder del Esta-
do, sino que se formaron como “organizaciones
político-militares de carácter civil y antisubver-
sivo”, según su propia denominación. Es decir,
como expresión privada de la defensa de inte-
reses particulares que tangencialmente podían
identicarse con los intereses de la instituciona-
lidad estatal. Más allá de los intentos guerrille-
ros por instituir Estados paralelos a la ociali-
dad, propósito cumplido particularmente por las
FARC en algunos lugares del país, la estructura
paramilitar intentaba salvaguardar intereses pri-
vados en regiones donde la fuerza del Estado era
insuciente ante la avanzada insurgente. Más
aún, buena parte de las bases paramilitares es-
taban conformadas por desertores de las guerri-
llas, que aportaban un cierto nivel de efectividad
militar a la organización. Paulatinamente estos
grupos antisubversivos se fueron convirtiendo
en policías privadas pagadas por particulares,
que a n de asegurar las propiedades descuida-
das por el Estado y amenazadas por las acciones
insurgentes iniciaron una nueva fase del conic-
to colombiano.
Al término de la Guerra Fría la ideología que
alentaba a los grupos guerrilleros ingresó en un
estado de debilitamiento que contrastaba con el
fortalecimiento de los grupos dedicados al trá-
co de drogas. Los valores que hasta la década
del 80 habían animado las luchas guerrilleras
cayeron en descrédito y, en buena medida, fue-
ron sustituidos por actividades vinculadas a la
industria de la droga. La agroindustria cocale-
ra creó una nueva imagen pública acerca de las
guerrillas y les permitió lograr niveles superio-
res de organización. Algunos analistas ven en la
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incursión de los grupos guerrilleros en este ne-
gocio no solo una fuente de nanciación, sino la
razón de su subsistencia en el largo plazo, y, por
tanto, una inapelable justicación para conside-
rarlos organizaciones terroristas. De exponentes
con francas convicciones contra el sistema, las
guerrillas pasaron a ser jugadores tramposos, al
tiempo que los grupos paramilitares conrmaron
igualmente su ilegalidad participando del tráco
ilícito. A las fuentes de nanciación tradiciona-
les, relacionada con la seguridad privada y la ex-
torsión, se agregó la producción y distribución
de base de coca, por lo cual fueron creadas en
su interior estructuras altamente especializadas.
Más tarde, el fenómeno paramilitar también se-
ría tipicado como terrorista, deslindado de toda
institucionalidad, y por tanto combatido con
métodos que le negaban toda posibilidad de es-
tatus político. A esto debe sumarse la estrategia
antinarcóticos formulada en el Plan Colombia
mediante concertación con el Gobierno de Es-
tados Unidos, el cual demuestra la percepción
internacional que se tiene de ambas organizacio-
nes y la imposibilidad de establecer procesos de
negociación con la simple entrega unilateral de
armas, a cambio de prerrogativas o disminución
de las penas merecidas por los crímenes come-
tidos. Todo ello, sin embargo, no ha sido óbice
para que en los últimos años el Gobierno haya
adelantado procesos de negociación con los gru-
pos paramilitares y con algunas organizaciones
guerrilleras.
Paralelamente, los acontecimientos del 11
de septiembre en Nueva York y Washington han
suscitado un uso excesivo de la categoría “te-
rrorismo”. Desde una perspectiva sociológica
habría que objetivar tal denominación esclare-
ciendo los contextos, los procedimientos y las
pretensiones explícitas de estos grupos armados
ilegales en Colombia, los cuales también podrían
catalogarse como burocracias armadas. Matices
especícos son imperativos, pues las acciones
de estos grupos –que indudablemente guran
como terroristas por atacar sin piedad a la po-
blación civil– no son de la misma naturaleza que
aquellas motivadas por cuestiones fundamenta-
listas, convertidas en los espectaculares acon-
tecimientos que marcaron una pauta de entrada
al nuevo milenio. En esa dirección, es prudente
establecer escalas de acciones y procedimientos
si se compara la guerrilla y los paramilitares de
Colombia con otro tipo de expresiones que se
han presentado en diversos escenarios del plane-
ta. Entonces se justicaría establecer los dos ex-
tremos de la escala: aquellos grupos sustentados
en “reivindicaciones ideológicas” enmarcadas
en luchas eminentemente nacionales o ligadas a
las dinámicas del tráco de drogas, en contrapo-
sición a organizaciones denidas por el suicido
de militantes y la imposible correspondencia de
las fuerzas enfrentadas tanto en términos milita-
res como simbólicos.
Si se entienden las dicultades del Estado
para regular a los actores y las prácticas demo-
cráticas que en un ámbito plural deberían desa-
rrollarse en su interior, la noción de terrorismo
podría plantearse como consecuencia inesperada
de los intentos de llevar hasta sus últimas conse-
cuencias los fundamentos del Estado. Desafor-
tunadamente, lo que se reprime al interior reapa-
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rece en el exterior. El terrorismo surge entonces
como la manifestación radical de aquello que el
Estado no ha podido o no ha permitido encauzar.
Reconocer y hacer memoria de esa incapacidad
propiciaría nuevas formas de articulación civil
–por denición pacícas– en los marcos legíti-
mos del Estado, al tiempo que este se pone en el
lugar del administrador de los diversos intereses
que allí se expresan, no en términos de impo-
siciones que pesan sobre toda la organización
política –a manera de golpes de Estado–, sino
como regulaciones de las distintas comunidades
asociadas a él, todas ellas deudoras del respeto
a la diversidad en tanto condición primera de la
expresión democrática.
Que el Estado moderno ataque al terroris-
mo utilizando procedimientos análogos, impli-
ca una renuncia a su hegemonía legítima, a los
principios de seguridad y regulación simbólica
que son su signo más destacado y la impronta
más prestigiosa de la democracia. La pregunta
de fondo sería entonces, ¿reexionar comparati-
vamente sobre las manifestaciones sintomáticas
del terrorismo puede contribuir hoy a recompo-
siciones éticas y simbólicas al interior del Esta-
do colombiano? Sobre todo si se tiene en cuenta
que la misma institucionalidad posee diculta-
des con la ley y con la historia. Hace pocos me-
ses fue llamado a declarar el expresidente Beli-
sario Betancur por los desaparecidos del Palacio
de Justicia hace casi 31 años, y todavía queda
inacabado el juicio que la Nación debe hacer por
el genocidio de la UP, solo por citar dos buenos
ejemplos.
Caso especial es el actual proceso de paz
con la guerrilla de las FARC que en La Haba-
na (Cuba) adelanta el Gobierno colombiano. A
través de la mesa de negociación de una agen-
da concertada, la iniciativa busca darle n al
conicto armado más prolongado de América
Latina a partir de cinco puntos especícos: 1)
la cuestión de la distribución de la tierra, 2) el
cómo cambiar balas por votos, 3) el problema
del control de los territorios en donde se cultiva
y distribuye la coca para el tráco ilícito de estu-
pefacientes, 4) la necesaria justicia transicional
para quienes se acojan a los Acuerdos de Paz y
5) el proceso de dejación de armas y reinserción
de los futuros excombatientes. ¿No será que
gracias a la expectativa mediática se intenta ca-
muar un problema que sigue campeándose en
los ámbitos de la política real? ¿No será que por
vía de esa virtualización se niega la verdad, la
justicia y la reparación, tan urgentes para la con-
solidación de un verdadero proyecto nacional?
¿Cómo lograr entender y validar socialmente los
“acuerdos” que se suscriban como el necesario
paso hacia la construcción de una “cción bien
fundada” de un “nuevo país”?
La pregunta de fondo que corresponde plan-
tear para tratar de vislumbrar alternativas ante
la situación de terror que vive Colombia sería:
¿cómo construir un Estado capaz de tener el
monopolio de la violencia física y simbólica sin
que debido a las condiciones de precariedad ins-
titucional, de conicto armado interno y de las
dinámicas propias de la globalización recurra al
terror o al permanente Estado de excepción? En
otros términos: ¿cómo realizar un pacto ético
Justicia, No. 30 - pp. 86-95 - Diciembre 2016 - Universidad Simón Bolívar - Barranquilla, Colombia - ISSN: 0124-7441
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fabián sanabria
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para construir ciudadanía y cultura democrática
en nuestro país?
En vez de aventurar una respuesta, nos con-
formamos con indicar tres alternativas que las
sociedades han empleado para enfrentar las di-
versidades incluidas en un territorio de conicto.
La primera consiste en “comerse al otro”..., en
arrasarlo sin dejar rastro de él en una identidad
hegemónica, bien a través de una aniquilación
violenta o una cooptación ciega. De otro lado,
podría “vomitarse al otro”..., expulsar las alteri-
dades problemáticas hacia un espacio que debe
convertirse en el escenario de un exilio. Por úl-
timo, queda la alternativa de tratar de integrar
la alteridad adyacente, inclusive contraria, me-
diante un diálogo en el que se permita, a partir
de parámetros éticos civiles mínimos, conciliar
las distintas formas de ver el mundo, de vivir e
interactuar con otros ciudadanos (ya no vistos
como enemigos) que comparten mucho más que
un territorio: las esperanzas de construir lo po-
tencialmente viable de un país en un futuro no
muy lejano. Desafortunadamente no parece tan
obvio que la sociedad colombiana quiera com-
prometerse con esta última alternativa.
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