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mantenimiento de mitos: el mito de la demo-
cracia, el mito del bien público, el mito de la
monarquía, el mito de la soberanía popular o el
mito de la justicia. Pero así como se generan es-
tos, pueden originarse otros, porque de cualquier
manera nos estamos reriendo a la construcción
de algo, a la instalación de una idea en la opi-
nión pública, en el imaginario colectivo … No
estamos aludiendo a lo que ya es, a lo que posee
un ser real –y por lo tanto puede ser reconocido
exteriormente–, sino a lo que podemos moldear
de a poco, a nuestro antojo, a nuestra voluntad.
Existe lo que se denomina la “mediación
cognitiva”, es decir, el proceso por el cual los
medios permiten que la realidad quede internali-
zada por los individuos, produciendo de esa ma-
nera un real “efecto cognitivo”. Ello no debe ser
soslayado, porque, en cualquier caso, “los me-
dios poseen un alto poder de construcción social
de la realidad, estableciendo de hecho lo que es
lícito y lo que es ilícito, lo que es socialmen-
te aceptable o reprobable” (Arroyo Martínez,
1997, p.336).
Se generan así consensos “reales” basados
en construcciones falaces, nacidos por la insta-
lación en la opinión pública, mediante técnicas
de persuasión apropiadas, de argumentos a favor
de hechos que normalmente deberían despertar
el rechazo de los individuos. Se logran de este
modo falsas mayorías, y en nombre del consen-
so se consigue el apoyo cticio, puramente nu-
mérico, que facilita o permite la adopción de po-
líticas, de leyes, de normas jurídicas totalmente
extrañas a una recta noción de bien común, o que
tienen un efecto meramente simbólico, creadas
para no tener la más mínima ecacia en el mun-
do real, pero pensadas para que los individuos,
sin embargo, supongan que sus derechos se en-
cuentran protegidos y debidamente amparados
en nombre del consenso, de un acuerdo mayori-
tario que es más hipotético que verdadero.
Surge aquí, inevitablemente, otra noción no
menos importante: la de opinión pública, nece-
sariamente relacionada, claro está, a la idea de
consenso. Ello porque, como sabemos, una de
las deniciones más corrientes de la democracia
consiste en ver en ella un gobierno basado en la
opinión pública y así surge entonces una conse-
cuencia, como una especie de “postulado” de la
denición antevista: “un gobierno solo es fuerte
y legítimo cuando se apoya en la opinión públi-
ca, ya que el pueblo es considerado apto para
decidir lo que conviene al bien común” (Freund,
1968, p.501).
Nuevamente tenemos que hacer entrar en
escena a la formación del consenso ya que, en
denitiva, como acierta Julien Freund, gobernar
las opiniones lleva a gobernar a los hombres.
De allí que la propaganda, por ejemplo, se ha
convertido, en algunos países, en una especie
de institución pública de la opinión. Se produce
aquí una situación particularmente curiosa: en la
medida en que la propaganda es objeto de una
“racionalización” cada vez mayor, ella no tiene
otra meta que solicitar más ecazmente la irra-
cionalidad de ciertos apoyos políticos basados
en esa misma opinión pública.
Hay entonces cierta astucia al servicio de
una persuasión colectiva, situación ya percibida
por Nietzsche (2006), quien en su Voluntad de
Justicia, No. 28 - pp. 32-55 - Diciembre 2015 - Universidad Simón Bolívar - Barranquilla, Colombia - ISSN: 0124-7441
http://publicaciones.unisimonbolivar.edu.co/rdigital/justicia/index.php/justicia
Jorge guillermo pórtela