Justicia, No. 28 - pp. 32-55 - Diciembre 2015 - Universidad Simón Bolívar - Barranquilla, Colombia - ISSN: 0124-7441
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* Profesor Titular Ordinario de la Facultad de Derecho de la Ponticia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires.
jg_portela@yahoo.com.ar
Construcción del consenso
moral del consenso y ley natural
Construction of the moral consensus
of the consensus and law nature
Jorge Guillermo Pórtela*
Recibido: 15 de abril de 2015 / Aceptado: 10 de junio de 2015
http://dx.doi.org/10.17081/just.20.28.1033
Resumen
En el presente trabajo se intenta precisar el origen del término “consenso”,
sus implicaciones y alcances a la luz de la doctrina del derecho natural clásico.
Se intenta demostrar cómo el uso moderno de la palabra “consenso” se en-
cuentra totalmente separado del concepto de verdad. Se efectúa un análisis de
los principales autores contractualistas y neocontractualistas confrontando sus
teorías con las de algunos representantes del iusnaturalismo contemporáneo.
Abstract
In this work, I will try to state accurately the origin of the word “con-
sensus”, its implications and its connotations, enlightened by the doctrine
of classic natural law. I will try to demonstrate how modern use of the word
“consensus” is totally separate from the notion of truth. An analysis of main
contractualism and new contractualism authors is done; and their theories are
compared with those belonging to some authors which represent contempora-
neous iusnaturalism.
Palabras clave:
Consenso, Contractualismo, Derecho,
Objetividad y Verdad.
Key words:
Consensus, Contractualism, Law,
Objectiveness and Truth.
Referencia de este artículo (APA): Pórtela, J. G. (2015). Construcción del consenso moral del consenso y ley natural. En
Justicia, 28, 32-55. http://dx.doi.org/10.17081/just.20.28.1033
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construcción del consenso moral del consenso y ley natural
El estado moderno fabrica las opiniones
que recoge después respetuosamente con el
nombre de opinión pública.
Nicolás Gómez Dávila,
Escolios a un texto implícito.
Para transformar la idea de ‘contrato so-
cial’ en tesis eminentemente democrática se
necesita el sosma del sufragio. Donde se su-
ponga, en efecto, que la mayoría equivale a la
totalidad, la idea de consenso se adultera en
coerción totalitaria.
Nicolás Gómez Dávila,
Escolios a un texto implícito.
El voto de un país débil y pequeño puede
hacer que la balanza se cargue de un lado o se
cargue de otro lado (…). Y ahora llego yo, que
soy de peso pluma como quien dice, y según
donde yo me coloque, de ese lado seguirá la
balanza. ¡Háganme el favor! ¿No creen ustedes
que es mucha responsabilidad para un solo ciu-
dadano? No considero justo que la mitad de la
humanidad, sea la que fuere, quede condenada
a vivir bajo un régimen político y económico
que no es de su agrado, solamente porque un
frívolo embajador haya votado, o lo hayan he-
cho votar, en un sentido o en otro.
Mario Moreno, “Cantinas”. Parte del céle-
bre monólogo del lm “Su Excelencia”, 1967.
INTRODUCCIÓN
En todos lados se habla de “consenso”. Más
allá de pensar que nos encontramos, sin duda,
ante una palabra clave que nos puede ayudar,
incluso, para comprender más profundamente
nuestra postmodernidad “líquida”; conviene de-
tenernos a meditar acerca de sus orígenes y de su
alcance. El alcance del término “consenso” nos
remite, por otra parte, a una cuestión no menor:
su relación con la verdad, ni más ni menos.
La temática referida a la verdad, empero,
causa alguna irritación cuando la trasladamos
a la esfera de lo público. En realidad, puede
verse que su uso es “políticamente incorrecto”.
Sin embargo, el problema de la verdad resulta
crucial y supone un total rechazo de cualquier
especie de relativismo o de formalismo, incluso.
Este estudio, por ende, pretende demostrar
que: 1.) es posible alcanzar la verdad; 2.) la ver-
dad es preferible al error; 3.) la esfera de lo pú-
blico y la de la política reclaman a gritos que sus
dirigentes no les mientan; 4.) pensar que cada
uno dice la verdad o es dueño de ella, es una
de las formas más perversas de relativismo; 5.)
la función de la política es hacer buena la exis-
tencia en sociedad, no ser una máquina creadora
de agentes de la duda; 6.) el consenso muchas
veces se elabora con técnicas de persuasión to-
talmente alejadas de la idea de verdad.
Ciertamente, esta especie de “ética sin ver-
dad” se traslada al campo de lo jurídico. Se ha-
bla entonces, análogamente, de un “derecho sin
verdad”, totalmente formalizado y, por ende,
construido sobre la base de un profundo des-
precio por la realidad. Sin embargo, el término
“consenso” como tal, como veremos ensegui-
da, ha tenido un origen relativamente moderno.
Hobbes no lo utiliza expresamente, preriendo
hablar de “mayorías” en el origen mismo de la
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hipótesis contractual originaria. Locke es el pri-
mero que se expresa utilizando este concepto en
materia política; y Rousseau, posteriormente,
retoma la idea hobbesiana de las mayorías al re-
ferirse a la voluntad general.
Analicemos más profundamente, entonces, la
génesis del término “consenso”, para luego estu-
diar el alcance que el mismo tiene desde el punto
de vista político y jurídico, respectivamente.
Origen moderno del término “consenso”
Aclaramos desde ya que en este trabajo no
se emplea la expresión “consenso” como noción
“prepolítica”, como cuando decimos, v.gr., que
deben alcanzarse ciertos acuerdos básicos para
hacer posible la vida en sociedad o para poner en
marcha a la comunidad política. Tampoco utili-
zamos el término en un sentido “débil”, como,
por ejemplo, cuando hablamos de que hemos
acordado con otra persona hacer algo determi-
nado o realizar alguna conducta en lugar de otra.
Aquí, en consecuencia, el concepto de “con-
senso” hace referencia al tipo de acuerdo que se
genera en la asamblea política y a partir del cual
se crean normas jurídicas o se implementan de-
terminadas acciones de gobierno. En realidad,
debe reconocerse que este es el sentido más
usual en el que se utiliza dicho vocablo.
Hecha esta aclaración previa, debemos se-
ñalar que, pese a que podría suponerse lo con-
trario, la utilización del término “consenso” en
la literatura política es relativamente moderna,
si tenemos en cuenta que el concepto ha sido
empleado en sentido análogo al de “mayoría”.
No puede sino pensarse, en consecuencia, que
el “consenso” resulte ser, en condiciones prác-
ticas y lógicas, un “consenso de mayorías”, es
decir, un acuerdo al que ha arribado la mayoría
del cuerpo político, más allá que por consenso,
en sentido amplio; por una convergencia de vi-
siones en torno a opiniones o creencias (Pintore,
2005, p.181).
Resulta ilustrativo indicar aquí que ambos
términos: “consenso” y “mayoría”, respectiva-
mente; han sido empleados a destajo por el con-
tractualismo clásico, es decir, aquel que fuera
esbozado por Hobbes en su Leviatán (una ver-
sión dura, por cierto, del pactismo, que Hannah
Arendt denomina “vertical”), luego corregido
por Locke en su Segundo Ensayo sobre el Go-
bierno Civil (un modelo que la misma Arendt
denomina, por oposición al primero, “horizon-
tal”) y posteriormente refundido en la concep-
ción de Rousseau, plasmada principalmente en
el Contrato Social y solo secundariamente en
Emilio o la Educación.
Desde la publicación del Leviatán, en 1651,
pasando por el Segundo Ensayo lockeano, que
diera a la luz en 1689, hasta el Contrato Social
de Rousseau, surgido entre 1760 y 1761, han
pasado poco más de 100 años. Y en ese corto
periodo, por obra de estos tres autores, se sen-
taron las bases ideológicas de la noción que hoy
en día tenemos de consenso, como veremos más
adelante.
Ahora bien, entre Hobbes, Locke y Rousseau
no encontramos una evolución del concepto de
consenso que podríamos llamar “lineal”. Basta
acudir a las fuentes para constatar que Hobbes
es el que comienza a hablar de “mayoría”; que
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Locke utiliza directamente la expresión “con-
senso” como análoga a la de “mayoría”, tal
como adelantamos más arriba; y que en Rous-
seau ya hay una total fusión de ambos térmi-
nos. Veamos, entonces, los textos que permiten
abonar lo hasta aquí expuesto, prestando debida
atención, asimismo, al sentido en el que los au-
tores nombrados utilizan dichos conceptos.
Advirtamos, de paso, que la misma idea de
contrato forma parte de un juego de suscitacio-
nes siempre presente en la escena político-jurí-
dica. Así, por ejemplo, fue Alexis de Tocqueville
el que constató que en los Estados Unidos cada
ciudadano tiene una especie de interés personal
en que todos obedezcan las leyes, porque el que
ahora no forma parte de la mayoría estará qui-
zá mañana en sus las. En efecto, para el gran
pensador francés, el ciudadano común en Nor-
teamérica se somete a la ley sin esfuerzo, no so-
lamente como a la obra del mayor número, sino
también como si ella fuera su propia obra, por-
que la considera desde el punto de vista de un
contrato en el que hubiera tomado parte.
Pero, volviendo a nuestro hilo respecto al
contractualismo clásico, sin duda, para Hobbes
el origen del Estado es el contrato: “(…) un Es-
tado ha sido instituido cuando una multitud de
hombres convienen y pactan, cada uno con cada
uno, que a un cierto hombre o asamblea de hom-
bres se les otorgará, por mayoría, el derecho de
representar a la persona de todos (es decir, de ser
su representante). Cada uno de ellos, tanto los
que han votado en pro como los que han votado
en contra, deben autorizar todas las acciones y
juicios de ese hombre o asamblea de hombres,
lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto
de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos
contra otros hombres” (Leviatán, Parte II, Cap.
XVIII).
Hay aquí dos ideas importantes: la primera
es la noción de “representación”. La persona (o
asamblea) que resulte electa mayoritariamente
se transforma, por una cción, en el represen-
tante no solo de sus electores sino también de la
minoría: tanto los que han votado a favor como
en contra tendrán similar “mandatario”. La se-
gunda ya es típicamente hobbesiana: el contrato
que me permite vivir en el estado de sociedad
me otorga una intrínseca seguridad que evita el
estado de naturaleza, es decir, la lucha de todos
contra todos.
Ciertamente, ese hombre o mayoría de indi-
viduos elegida mayoritariamente es el sobera-
no. Y ciertamente, en un sistema así, la facultad
primordial que posee es la de dictar leyes. Pero
¿qué piensa Hobbes acerca de la ley? Recorde-
mos que, por una cción, nuestro representante,
transformado en tal por el voto mayoritario, rea-
liza acciones, formula juicios; y que esas con-
ductas con trascendencia política han de consi-
derarse como hechas por nosotros mismos. El
remate de semejante concepción no puede ser
más interesante: “No entiendo por buena una ley
justa, ya que ninguna ley puede ser injusta. La
ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto
hace dicho poder está garantizado y es propio de
cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que
cada uno quiere como tal, nadie puede decir que
sea injusto. Ocurre con las leyes de un Estado
lo mismo que con las reglas de un juego: lo que
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los jugadores convienen entre sí no es injusto
para ninguno de ellos” (Leviatán, Parte II, Cap.
XXX).
Sabemos que la idea que encierra este pá-
rrafo es la clave de bóveda del positivismo ju-
rídico. Una idea que, como veremos enseguida,
desarrollará más tarde Rousseau y que es el leit-
motiv de nuestra conferencia: la ley que emana
del consenso, la norma jurídica que nace de la
mayoría, a juicio de uno de los padres fundado-
res del contractualismo clásico, jamás puede ser
injusta. Nos encontramos nuevamente frente a
una cción, un “mito”, un “constructo” –en el
sentido de algo creado idealmente por la mente
humana–: todas las leyes positivas son conside-
radas justas porque surgen del “consenso”.
En n, sabido es que en una situación así, al
hombre se le anula su razón y su conciencia, lo
que el mismo Hobbes denomina su “conciencia
privada”. El único cartabón es la “razón públi-
ca”, equivalente a la razón del supremo repre-
sentante de Dios. Pero como ocurre que la gura
del soberano coincide con la de ese intermedia-
rio con la divinidad, en la medida en que por el
pacto le hemos dado como ya vimos el poder
soberano, él podrá hacer todo lo necesario para
nuestra seguridad y defensa. De hecho, como
ya lo reconoce una de las más crudas máximas
hobbesianas: la autoridad –en el sentido de “po-
der”–, no la verdad, es la que hace las leyes.
Con Locke, en cambio, nos encontramos
frente a una versión “suave” del contractualis-
mo, ya que las decisiones que adopte el mayor
número tienen el límite impuesto por el bien co-
mún. De todas maneras, Locke no resulta dema-
siado preciso a la hora de explicar el contenido
de ese bien común, que a veces resulta identi-
cado con un vago y genérico “bien del pueblo”,
a partir del cual nuestro autor, apartándose de
Hobbes, justica cierto derecho de resistencia a
la opresión. Pero no nos desviemos de nuestro
tema.
Locke tiene un punto de vista sumamente
crítico respecto de la losofía hobbesiana, pero,
sin embargo, ambos coinciden en un punto: nos
encontramos frente a dos contractualistas con-
vencidos, ya que ambos autores, a diferencia de
lo que ocurrirá con Rousseau y lo que sostendrá
posteriormente Rawls, opinaban que el contra-
to no era una mera hipótesis, una construcción
ideada al sólo efecto metodológico, sino que el
pacto había tenido realmente lugar en algún mo-
mento, in illo tempore.
Locke utiliza conscientemente la palabra
“consenso”, puesto que advierte que sin un régi-
men de mayorías el sistema de gobierno demo-
crático no puede funcionar:
Será, pues, preciso que el cuerpo se traslade en la
dirección que lo impulsa la fuerza mayor, la cual
no puede ser otra que la que surge del consenso
de la mayoría. En consecuencia (…) el acto de la
mayoría pasa a ser el acto de la totalidad y, por
supuesto, sus resoluciones son denitivas, pero se
entiende, por ley natural y racional, que cuenta
con el poder de dicha totalidad (Segundo Tratado,
Cap. VIII, nº 96).
Mediante una cción, entonces, la mayoría
–que no es, por propia denición, la totalidad–
se “transforma” entonces en “totalidad”. De tal
modo, según Locke (1689) en su Segundo Tra-
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tado, los hombres “se ponen a sí mismos bajo
obligación, ante los miembros de esa sociedad,
de someterse a la determinación y resoluciones
de la mayoría” (Segundo Tratado, Cap. VIII, nº
97). Esto resulta obvio puesto que un compro-
miso con la sociedad no tendría ningún valor si
no estuviéramos obligados a obedecer las deci-
siones que, en forma de normas jurídicas, ema-
nan del consenso.
Inmediatamente, Locke admite que solo un
constructo, una cción, es capaz de hacernos
creer que el consenso de la mayoría es obra de
la totalidad, pues resulta imposible que medie el
consentimiento de todos y cada uno de los indi-
viduos, debido a la variedad de opiniones e inte-
reses que inevitablemente conviven en cualquier
colectivo humano: “(…) allí donde la mayoría
no se impone a los demás, resulta imposible que
el cuerpo político actúe como tal cuerpo único y,
consecuentemente, se disolverá de nuevo inme-
diatamente” (nº 98).
Ahora bien, este sistema de cciones y mitos,
tan característico del contractualismo, tiene su
concreción en el que probablemente sea el más
conocido, aunque paradójicamente menos leído,
de los pactistas clásicos: Juan Jacobo Rousseau.
Rousseau toma elementos de Hobbes y Loc-
ke y lleva a su más álgida expresión la noción
de consenso mayoritario. En tal sentido, su lógi-
ca es irrefutable, puesto que de la armación de
que el soberano está formado por los particula-
res que lo componen y, por lo tanto, no tiene ni
puede tener un interés contrario al suyo, conclu-
ye inmediatamente: “el poder soberano no tiene
ninguna necesidad de garantía para los súbditos
porque es imposible que el cuerpo quiera lesio-
nar a todos sus miembros” (Contrato Social, Li-
bro I, Cap. VII).
En palabras de Rousseau, el soberano, so-
lamente por serlo, es siempre lo que debe ser.
Con lo cual elabora, sin quererlo, un argumen-
to refutatorio de la conocida falacia naturalista
de Hume, tan poderoso es su constructo. Como
cuando sostiene: “La voluntad general es siem-
pre recta y tiende siempre a la utilidad pública”
(Libro II, Cap. III), que nos recuerda la tesis de
Hobbes a la que ya hicimos referencia al hablar
de la justicia de la ley. En efecto, para Rousseau
no hay que preguntar a quién corresponde hacer
las leyes “puesto que son actos de la voluntad
general (…), ni si la ley puede ser injusta, por-
que nadie es injusto consigo mismo; ni cómo
se puede ser libre y estar sometido a las leyes,
puesto que no son estas sino registros de nuestra
voluntad” (Libro II, Cap. VI).
Indudablemente, Rousseau advierte que el
consenso unánime es una utopía. Solo puede
exigirse unanimidad en la ley que constituye el
pacto social. Y, de un modo absolutamente au-
daz, escribe:
Cuando se propone una ley en la asamblea del
pueblo, lo que se les pregunta no es precisamente
si aprueban la proposición o la rechazan, sino si
es conforme o no a la voluntad general que es la
suya; cada uno, al emitir su voto, expone su pa-
recer sobre el particular, y del posterior escrutinio
se deduce la declaración de la voluntad general.
Así pues, cuando es la opinión contraria a la mía
la que prevalece, eso no demuestra otra cosa sino
que yo estaba equivocado, y que lo que tenía por
voluntad general no lo era (Libro IV, Cap. II).
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Esta fórmula es, sinceramente, increíble. Se
han sentado las bases que van a explicar las tesis
de los más importantes autores contemporáneos,
entre los que debemos mencionar de un modo
inequívoco a Rawls y Habermas, para citar solo
a dos autores en los que se demuestra la impor-
tancia que ha adquirido la utilización del térmi-
no “consenso” en la teoría política de nuestros
días.
Empero, por razones de espacio, nos refe-
riremos únicamente a la noción de “consenso”
tal como se encuentra en John Rawls, y tan solo
marginalmente nos ocuparemos de las tesis de
Habermas.
Algunas aporías. El punto de vista Rawl-
siano
Sin duda que las tesis de Hobbes y Rousseau
generan más de una dicultad. ¿Acaso el con-
senso mayoritario no ha producido, histórica-
mente, más de una monstruosidad? Referirse a
ello es hoy casi un lugar común pues ya nadie
discute que la mayoría, contra lo que suponían
dichos autores, pueden equivocarse y de hecho
han errado malamente.
El punto de vista escéptico respecto de la
regla de la mayoría, sin embargo, no es nuevo.
Ya Thoreau en 1848, en páginas que han sido
utilizadas indistintamente tanto por teóricos de
izquierda como de derecha, decía:
Las votaciones son una especie de juego, como
las damas o el backgamon que incluyesen un sua-
ve tinte moral; un jugar con lo justo y lo injusto,
con cuestiones morales; y desde luego incluye
apuestas. No se apuesta sobre el carácter de los
votantes. Quizás deposito el voto que creo más
acertado, pero no estoy realmente convencido
que eso deba prevalecer. Estoy dispuesto a dejarlo
en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto,
nunca excede el nivel de lo conveniente. Incluso
votar por lo justo es no hacer nada por ello. Es tan
solo expresar débilmente el deseo de que la jus-
ticia debiera prevalecer. Un hombre prudente no
dejará lo justo a merced del azar, ni deseará que
prevalezca frente al poder de la mayoría (Tho-
reau, 1987, p.36).
Podríamos incluso ir más atrás, si queremos.
La desconanza respecto del error en el que
puede incurrir la mayoría –o el “consenso”, en
términos actuales, ya está expresada con pala-
bras proféticas en el Antiguo Testamento. Lee-
mos: “No sigas la muchedumbre para obrar mal,
ni en el juicio te acomodes al parecer del ma-
yor número, si con ello te desvías de la verdad”
(Éxodo, 23, 2).
La tradición veterotestamentaria toca aquí un
tema clave que no debemos soslayar cada vez
que examinemos el consenso: el funcionamiento
de la regla de la mayoría y su relación ni más
ni menos que con la noción de verdad. Después
de todo, tenemos derecho a ello si tenemos en
cuenta que, tal como hemos visto, el mismo
Rousseau utilizó el mito de la voluntad general
como sinónimo de rectitud al señalar que cuan-
do ella triunfa sobre mi opinión, eso demuestra
simplemente que “yo estaba equivocado”.
Si estoy equivocado, he caído en el error.
Desde luego, la noción de error solo tiene sen-
tido si poseo previamente la noción de verdad.
Resulta pertinente, por ende, analizar el concep-
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to de consenso y su relación con el de verdad.
Desde ya adelantamos que aquí tiene que mos-
trarse el aporte que, respecto de ambos términos,
el de consenso mayoritario y el de verdad, reali-
za a la ciencia política la ley natural.
Adelantemos, a simple título de ejemplo, que
Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in Ve-
ritate, ha dicho con gran precisión: “(…) si los
derechos del hombre se fundamentan solo en las
deliberaciones de una asamblea de ciudadanos,
pueden ser cambiados en cualquier momento y,
consiguientemente, se relaja en la conciencia
común el deber de respetarlos y tratar de conse-
guirlos. Los gobiernos y los organismos interna-
cionales pueden olvidar entonces la objetividad
y la cualidad de “no disponibles” de los dere-
chos” (Cap. IV, nº 43).
Ahora bien, estas aporías la denunciada por
Thoreau en pleno siglo XIX, la anunciada por
el Éxodo en el Antiguo Testamento y la descrita
con mucha precisión por la doctrina ponticia–
han sido relativizadas por lo que podría llamarse
la “teoría del consenso contemporánea”, cuya
cara visible más conocida está representada por
las teorías del neocontractualista John Rawls.
Sabido es que Rawls publica su obra más
importante, Teoría de la justicia, en 1971. Ese
trabajo representó un punto de maduración de
algunas tesis que el autor había elaborado en
Justicia como equidad, cuya primera versión
fue escrita en 1958. Sin embargo, el pensamien-
to de Rawls continuó evolucionando y, luego
de sucesivas reelaboraciones y recticaciones,
nalmente dio a la luz su libro El liberalismo
político, que puede considerarse como la ver-
sión denitiva de la Teoría de la Justicia. Es en
el libro El liberalismo político en el que Rawls
insiste, una y otra vez, en la idea de “consenso
entrecruzado” –también denominado “super-
puesto” o “traslapado”–, que procuraremos ex-
plicar, sintética y objetivamente, dada la impor-
tancia que ha representado dicha noción en el
desarrollo de la teoría política contemporánea.
Las tesis del contractualismo clásico, en orden
a la importancia que le asignara al consenso y
a la mayoría, han hecho eclosión en este autor,
por lo que no debe omitírselo a la hora de abor-
dar un estudio completo de dichas nociones y la
relación que podamos encontrar entre ellas y el
contenido de la ley natural. Por otra parte, en el
caso de este autor, la noción de consenso bascu-
la siempre entre lo “prepolítico” –como cuando
habla de la situación originaria– y lo puramente
político y asambleario.
Ahora bien, para Rawls el problema que
presenta una sociedad democrática moderna se
caracteriza por una pluralidad de doctrinas com-
prehensivas religiosas, losócas y morales que
son incompatibles entre sí y, sin embargo, son
razonables. Ninguna de esas doctrinas es abra-
zada por los ciudadanos de un modo general. El
liberalismo político parte del supuesto de que,
a efectos políticos, una pluralidad de doctrinas
comprehensivas razonables pero incompatibles
es el resultado normal del ejercicio de la razón
humana en el marco de las instituciones libres de
un régimen constitucional democrático (Rawls,
2006, p.12).
De inmediato, Rawls concluye que el proble-
ma del liberalismo político es entonces respon-
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der al siguiente interrogante: ¿Cómo es posible
que pueda existir a lo largo del tiempo una socie-
dad estable y justa de ciudadanos libres e iguales
profundamente divididos entre ellos por doctri-
nas religiosas, losócas y morales razonables?
¿En qué términos equitativos puede establecerse
una cooperación social entre ciudadanos carac-
terizados como libres e iguales y, sin embargo,
divididos por un conicto doctrinal profundo?
(Rawls, 2006, p.21).
Así pues, el liberalismo político busca una
concepción política de la justicia –política, no
metafísica– en la esperanza de atraerse, en una
sociedad regulada por ella; el apoyo de un con-
senso entrecruzado de doctrinas religiosas, lo-
sócas y morales. Aquí Rawls comete el primer
tropiezo: saca de la cuenta a todas aquellas doc-
trinas que posean un fundamento y un sustra-
to metafísico. Pero como sucede que una muy
buena parte de dichas doctrinas y posturas posee
precisamente una base metafísica, ellas son ex-
cluidas a priori del cálculo racionalista propues-
to por nuestro autor.
La estructura misma de la sociedad comienza
siendo, por ende, arbitraria.
Tenemos así, en consecuencia, que para
Rawls “una sociedad bien ordenada ha de apo-
yarse en un “consenso entrecruzado” en el que
los valores y los compromisos políticos más ge-
nerales de los ciudadanos sean aproximadamen-
te los mismos” (Rawls, 2006, p.63).
En una concepción así, el concepto de “razo-
nabilidad”, utilizado una y otra vez por Rawls,
resulta central. En efecto, para nuestro autor, las
personas son razonables cuando se encuentran
dispuestas a proponer principios y criterios en
calidad de términos equitativos de cooperación
y a aceptarlos de buena gana siempre que se les
asegure que los demás harán lo mismo.
Las personas razonables, a juicio de Rawls,
no están movidas por el bien general como tal,
sino por el deseo mismo de un mundo social
en el que ellas, como libres e iguales, puedan
cooperar con las demás en términos que todo el
mundo pueda aceptar.
Quizás Rawls sea incapaz de concebir a un
hombre en términos de entrega desinteresada
hacia el otro. Fiel al contractualismo más cru-
do, en su esquema siempre hay algo de egoísmo,
pues el hombre hará algo en pro de la sociedad
siempre que sepa que los demás harán lo mismo,
pese a que pinte su concepción con cierto barniz
de lantropía (Rawls, 2006, p.89). Desde luego,
aunque nuestro autor no lo quiera reconocer, nos
encontramos en las antípodas de la concepción
clásica de la justicia, para la cual el hombre justo
es aquel que reconoce la presencia del otro dán-
dole por eso mismo lo que le corresponde.
El segundo tropiezo de Rawls surge, segui-
damente, al aludir que una sociedad bien orde-
nada está regulada por una concepción pública
efectiva de la justicia. Y añade curiosamente:
Puesto que deseamos que la idea de una tal so-
ciedad sea aceptablemente realista, partimos del
supuesto de que existe en las circunstancias de la
justicia. “(…) Las instituciones de la estructura
básica de la justicia son justas y todos los dotados
de razón lo reconocen” (Rawls, 2006, p.97).
Así las cosas, Rawls tiene que terminar por
confesar que sus principios de justicia solo pue-
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den ser denidos de una manera realista, no ra-
cionalista. “Alguien solo puede reconocer algo
en la medida en que ese “algo” –como veremos
rápidamente se encuentre anclado en la reali-
dad. Pero sucede que esa concepción política
de la justicia, que se apoya en principios que no
pueden omitirse, es un constructo puramente ra-
cionalista: ellos no se eligen porque son buenos;
son buenos porque se eligen” (Vallespín, 1985,
p.64). Su concepción de la justicia es puramente
procedimental, formal. No se ve claramente, por
ejemplo, por qué razón las partes, en la posición
original, no puedan escoger otros principios en
lugar de los de libertad e igualdad.
Esta concepción es denominada por Rawls
como “constructivista”. De esta manera, “el ple-
no signicado de una concepción política cons-
tructivista descansa en su vínculo con el hecho
del pluralismo razonable y con la necesidad que
una sociedad democrática tiene de garantizar la
posibilidad de un consenso entrecruzado acerca
de sus valores políticos fundamentales” (Rawls,
2006, p.121). Pero “el constructivismo político
prescinde, en su formulación de la concepción
política, del concepto de verdad” (Rawls, 2006,
p.125).
Recordemos esta omisión, a sabiendas, del
concepto de verdad. Con lo cual, Rawls debe
jar, “anclar”, en algo la razonabilidad de los
principios que se elegirán en la situación ori-
ginaria. Para ello utiliza la conocida teoría del
“observador ideal”: “las concepciones políticas
son objetivas –objetividad es aquí sinónimo de
estar fundada en un “orden de razones”– si es
el caso que personas razonables y racionales,
lo sucientemente inteligentes y consientes a la
hora de ejercer sus facultades de razón práctica,
y cuyo razonamiento está libre de los habitua-
les defectos del razonar, pueden llegar a aceptar
esas convicciones o menguar signicativamente
sus diferencias acerca de ellas” (Rawls, 2006,
p.150).
Así termina de armar Rawls ese fabuloso e
ingenioso constructo en que consiste su idea de
la sociedad política. Como acabamos de ver,
sus puntos centrales son: 1) la elección de unos
principios en la situación del contrato original;
2) esos principios se escogen a través de un pro-
ceso que no está presidido por el concepto de
verdad; 3) la concepción de un consenso entre-
cruzado de doctrinas comprehensivas razona-
bles; 4) la unidad social se basa en un consenso
en torno a la concepción política.
A juicio de Rawls, la estabilidad es posible
cuando las doctrinas partícipes en el consenso
son abrazadas por los ciudadanos políticamente
activos de la sociedad.
Esta idea del consenso entrecruzado es de una
gran belleza teórica y de un ingenio admirable.
“Se edulcora con la armación casi platónica de
que lo justo y lo bueno son complementarios.
Tranquiliza a los inferiores cuando calla frente
a la evidencia de que hay diferencias de capaci-
dades morales e intelectuales entre los distintos
individuos, para asegurar rápidamente que “nin-
guna de esas diferencias entre los ciudadanos
deja de ser equitativa y da pie a la injusticia”
(Rawls, 2006, p.166); y calma a los lántropos
cuando arma que en una sociedad bien orde-
nada se comparte el objetivo de prestar apoyo a
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construcción del consenso moral del consenso y ley natural
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instituciones justas y ser, por consiguiente, jus-
tos los unos con los otros.
Todo esto es muy bello. Demasiado optimis-
mo antropológico choca, sin embargo, frente a
algunas realidades que no son alcanzadas por
el “ecaz” consenso entrecruzado, por ejemplo,
el aborto. Aquí, curiosamente, nos encontramos
con doctrinas comprehensivas que a su juicio
“resultan incompatibles con un balance razona-
ble de los valores políticos”.
A juicio de Rawls, en el caso del aborto, de-
bemos considerar: 1) que estamos frente a mu-
jeres adultas y maduras; 2) que debemos con-
siderar tres valores políticos importantes: a) el
debido respeto a la vida humana; b) la reproduc-
ción ordenada de la sociedad política a lo largo
del tiempo; c) la igualdad de las mujeres. Rawls
concluye:
Yo creo, entonces, que cualquier balance razona-
ble entre estos tres valores dará a la mujer un de-
recho debidamente cualicado a decidir si pone o
no n a su embarazo durante el primer trimestre.
La razón para ello es que, en esta primera fase
del embarazo, el valor político de la igualdad de
las mujeres predomina sobre cualquier otro, y se
necesita ese derecho para darle a ese valor toda
su substancia y toda su fuerza. Aunque los intro-
duzcamos en el balance, otros posibles valores
políticos no cambiarían en mi opinión esta con-
clusión. Un balance razonable podría permitirle a
la mujer un derecho tal más allá de ese término,
al menos en determinadas circunstancias. Pero no
entraré a discutir aquí esta cuestión en general,
porque simplemente me propongo ilustrar lo que
quiero decir en el texto al armar que cualquier
doctrina comprehensiva que lleve a un balance
de los valores políticos que excluya ese derecho
debidamente cualicado en el primer trimestre
es, en esta medida irrazonable; y, dependiendo
de los detalles de su formulación, puede llegar a
ser incluso cruel y opresiva; por ejemplo, si niega
el derecho en cualquier caso, salvo en los casos
de violación e incesto. Así, pues, suponiendo que
esta cuestión es o bien una esencia constitucional,
o bien un asunto de justicia básica, iríamos contra
el ideal de razón pública; si nuestro voto estuviera
cautivo de una doctrina comprehensiva que nega-
ra ese derecho (Rawls, 2006, pp.278 y ss.).
Bonito consenso entrecruzado. Si el nonato
(que no puede votar y no forma parte del con-
senso) tiene tres meses y un día, se salva. El
“consenso razonable” así lo ha decidido. Pero
con tres meses, pierde la vida. Solo un día es la
diferencia que lo separa de ser igual a la mujer
o no.
Con lo cual, Rawls echa al traste la igualdad
y la libertad del niño no nacido. Vemos, enton-
ces, cómo sus principios, que parecen tener tanta
prioridad procesal y lexicográca, no son teni-
dos en cuenta a la hora de resolver cuestiones en
la realidad del aquí y del ahora.
El consenso y el mundo real
Acabamos de ver en qué queda, o más bien,
cuál es la “encantadora” consecuencia del con-
senso entrecruzado rawlsiano.
Pero ese “consenso” al cual alude Rawls, y
que tiene tanta inuencia en nuestros días, es
puramente ideal, producto de una peligrosa con-
cepción iniciada en la losofía moderna a partir
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de Kant, que es la de proponer una sola razón,
que ha de ser práctica. Así, la pérdida de la razón
teórica implica que la razón práctica, desasisti-
da de la razón que ante todo conoce, tiene que
decidir por sí sola, sin fundamento alguno en el
mundo del ser.
En efecto, como ha denunciado con mucha preci-
sión Francisco Carpintero Benítez, debe saberse
que la razón práctica se nutre desde la teórica,
ya que la decisión humana práctica no puede ser
tomada en el vacío, y que la experiencia históri-
ca demuestra que cuando el hombre ha querido
ser racional prescindiendo de lo que ya hay, es
cuando realmente ha incurrido en las máximas
irracionalidades. De ahí el peligro de las utopías,
ante las cuales la mayor preocupación ha de ser el
estar precavidos contra ellas. No en vano recorda-
ba Alessandro PasserindEntrevês, en su ensayo
sobre la historia del derecho natural, que los nue-
vos dioses de la igualdad y de la tolerancia pronto
mostraron ser más sangrientos que los antiguos
prejuicios de la intolerancia y la inquisición (Car-
pintero Benítez, 2000, p.218).
Carpintero Benítez continúa enseñando agu-
damente que los lósofos son conscientes de que
el consenso real o empírico suele ser el resultado
de un juego de fuerzas al que, con mucha fre-
cuencia, es ajena cualquier forma de racionali-
dad digna de este nombre. Así, “los sindicatos
presionan con amenazas de huelgas y piquetes,
los empresarios con despidos o cierres, etc. En
otro orden de cosas, hay campañas de prensa,
dominio de los medios de comunicación y otros
tipos de coacciones. Como estos lósofos se re-
sisten a ceder su consenso a este tipo de fuerza,
hablan de un consenso ideal, es decir, no empí-
rico, al que Habermas, por ejemplo, da el impre-
sionante nombre de contrafáctico, en la edición
española” (Carpintero Benítez, 2000, p.218).
Pero los integrantes de la ética dialógica re-
niegan de la ontología porque no reconocen la
existencia de las cosas, de la realidad externa
del hombre. “Ellos siguen una confusa losofía
del lenguaje que se crea autopoiéticamente. Es
por este motivo que solo hablan de las reglas del
habla racional, de ética dialógica, etc. Queda,
pues, planteado un problema: ¿es posible llegar
a resultados objetivamente vinculantes, es decir,
que generan un deber real; si prescindimos de la
realidad humana extralingüística?” (Carpintero
Benítez, 2000, p.219).
Sin duda, aquí aparece el trasfondo de las
propuestas actuales sobre la justicia y el consen-
so: un diálogo que se circunscribe al lenguaje.
Como no es posible referirse a bienes reales
de los seres humanos, estas éticas se presentan
como estrictamente procedimentales porque no
indican bienes concretos y substantivos a los
que tender, sino solamente un procedimiento
para discurrir. Pero si la ética se plantea como
meramente procedimental una comunidad de
parlantes libres e iguales, será preciso hablar
sobre algo: no basta postular la simple simetría
de las partes dialogantes. Supuesta esta simetría,
no se puede decir “hablemos y pongámonos de
acuerdo” porque así llegamos a un diálogo de
payasos en el circo. Hay que hablar sobre algo,
con lo que damos a entender que esa cosa sobre
la que se habla presenta exigencias propias y pe-
culiares de ella que van más allá de la igualdad
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construcción del consenso moral del consenso y ley natural
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personal de las partes en el diálogo (Carpintero
Benítez, 2000, p.223).
Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, a la
realidad. Y en lo que respecta a nuestro tema,
el problema radica en que necesitamos criterios
que permitan guiar y calicar al consenso, cri-
terios que respondan a algo, porque el hombre
no es un ser proteico. “Puede ser radicalmen-
te indeterminado un individuo a solas consigo
mismo, pero no es indeterminado el hombre que
constituye hipotecas, que compra, que vende,
que tiene hijos, etc., porque todo esto le lanza
exigencias objetivas, reales” (Carpintero Bení-
tez, 2000, p.224).
En n, cuando nos enfrentamos a la realidad
tenemos que analizar a fondo lo que podríamos
denominar las “condiciones de legitimidad del
consenso”, es decir, estudiar cómo se ha llegado
a él, qué es lo que se acuerda, cuál es el efecto
que producirá dicho acuerdo en la sociedad.
Porque, obviamente, tal como lo aclaráramos
al comienzo, no nos estamos reriendo a la bús-
queda de consensos moralmente neutros como
aquel que se logra en un grupo de amigos para
decidir a qué restaurante ir a comer o dónde ir
de vacaciones.
El consenso político al que nos referimos tie-
ne trascendencia ética porque en él, ni más ni
menos, unos individuos, que son nuestros repre-
sentantes, acuerdan sobre el contenido de nor-
mas jurídicas que van a afectar nuestra vida en
sociedad. Con razón ha podido decir Bobbio que
jamás principio alguno ha sido más descuidado
que el de la representación política: de suyo, “el
que representa intereses particulares tiene siem-
pre un mandato imperativo, pero se pregunta el
jurista italiano ¿qué representa la disciplina de
partido sino una abierta violación de la prohi-
bición de mandato imperativo?” (Bobbio, 1985,
p.29).
En este contexto, por ende, es de toda perti-
nencia que nos preguntemos acerca de la justicia
de dichas normas, como también acerca de su
contenido de verdad moral ¿Por qué razón no
podríamos hacerlo si al n y al cabo, como he-
mos visto, tanto Hobbes como Rousseau juegan
permanentemente con esas categorías, al punto
que no conciben que la ley surgida del consenso
pueda ser injusta?
Indudablemente, la pretensión de que del de-
bate de ideas previo a la “decisión consensual”
surjan o puedan surgir elementos útiles para en-
riquecer el resultado mismo de la discusión, es
utópica y mítica. La experiencia demuestra que
la misma existencia de preconceptos ideológi-
cos torna muchas veces en una verdadera pérdi-
da de tiempo el debate mismo. En este contex-
to, opinar importa más que saber; de allí que el
consenso político parece ser el dominio de las
opiniones y las transacciones, como aseguraba
lúcidamente el recordado Belisario Tello: las
mayorías son políticamente nulas: no deciden;
simplemente asienten (Tello, 1976, p.55). Pero
esta armación, sin duda, no entra en el terreno
de lo políticamente correcto. Como tampoco pa-
rece ser muy políticamente correcta la opinión
de Tocqueville, quien hizo notar que el principio
de mayoría es un principio igualitario en cuanto
pretende hacer prevalecer la fuerza del número
sobre la de la individualidad: “Hay más cultura
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y sabiduría en muchos hombres reunidos que en
uno solo, en el número más que en la calidad de
los legisladores. Es la teoría de la igualdad apli-
cada a la inteligencia” (De Tocqueville, 1996,
p.255).
Agrega, Alexis de Tocqueville, diversos as-
pectos que podemos considerar indudablemente
interesantes para el estudio acerca del consenso
mayoritario. Apunta, por ejemplo, que en los Es-
tados Unidos la mayoría tiene un inmenso poder
de hecho y de opinión, y cuando ha decidido so-
bre una cuestión, no hay ningún obstáculo que
pueda detener o retardar, siquiera, su marcha,
“dejándole tiempo de escuchar las quejas de
aquellos que aplasta al pasar”. Y anticipa: “las
consecuencias de este estado de cosas son funes-
tas y peligrosas para el porvenir” (De Tocquevi-
lle, 1996, p.256).
Para Tocqueville, en consecuencia, lo más
reprochable del gobierno democrático tal como
ha sido organizado en Estados Unidos, es su
fuerza irresistible. Lo más repugnante es, a su
juicio, no la extrema libertad que allí reina, sino
la poca garantía que se tiene contra lo que llama
“la tiranía de la mayoría”, que incluso posee una
enorme inuencia respecto de las ideas en gene-
ral –lo que él llama el pensamiento–. Una frase,
especialmente, aplicada a nuestro concepto de
consenso, puede ser también, en verdad, impre-
sionante: “no conozco país alguno donde haya,
en general, menos independencia de espíritu y
verdadera libertad de discusión que en Nortea-
mérica” (De Tocqueville, 1996, p.260).
Más modernamente, un calicado especialis-
ta de la talla de Sartori se ha ocupado de poner en
justos términos la noción de “regla de mayoría”,
término este que, tal como vimos, en condicio-
nes prácticas es equivalente al de “consenso de
mayorías”. Desde luego, admite Sartori, el dere-
cho de la mayoría no equivale a la justicia o la
exactitud de la mayoría, ya que, evidentemente,
una mayoría es una cantidad, y una cantidad no
puede crear una calidad. Podríamos estar todos
de acuerdo con estas armaciones, pero Sartori
va más allá. El criterio de la regla de la mayoría
ha de defenderse puesto que, después de todo,
se trata de una técnica, de un instrumento. Toda
sociedad necesita normas procedimentales de
solución de conictos, de adopción de decisio-
nes; y la regla de la mayoría es el procedimiento
o método que mejor se adecúa a las exigencias
de la democracia. Pero nuestro autor advierte,
nalmente, que todos los instrumentos lo son
para algo, y, en ese contexto, los efectos de las
decisiones consensuales parecen no haberse es-
tudiado convenientemente, ni pueden ser defen-
didas a ultranza. “En síntesis: si la ley de los nú-
meros es hoy en día un hecho, necesita, incluso
más que otros hechos, ser contrarrestada por una
presión valorativa. En otros términos: una de-
mocracia que se rinde ante la inexorabilidad de
un liderazgo sin valor, de una mala selección, es
una democracia que el propio demos termina por
considerar indigna de su apoyo” (Sartori, 2009,
p.54).
Pero incluso un analítico de la talla de Moore
está de acuerdo en que el criterio del consenso
de la mayoría es erróneo a la hora de juzgar la
justicia de una acción:
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“Resulta obvio que mostrar cómo la humanidad
se complace generalmente con alguna clase par-
ticular de acciones no es suciente para mostrar
que estas sean justas (…) incluso si fuese verdad
que aquello que es aprobado o que complace a
una absoluta mayoría de humanos sea de hecho
siempre lo justo (…) ciertamente armar que ello
sea lo justo no es la misma cosa que decir que es
así aprobado (Moore, 2001, p.73).
Y, sin embargo, el criterio que presupone la
llamada “ética del consenso” continúa siendo,
en los hechos, la llave, la palabra mágica que
ilumina y permite actuar, muchas veces, de un
modo totalmente irracional en nombre de una
racionalidad completamente vacía de contenido.
Hemos abierto la puerta de lo que podemos
denominar una cierta “crítica genérica” a la no-
ción de consenso por mayorías. Porque tenemos
que darnos cuenta de que la noción de “consen-
so” es necesariamente relacional. En efecto, la
escena política parece hoy dominada por las
bondades que se le asignan a dicho término. Pero
en el análisis del consenso lo que interesa es el
“para qué”, pues, como ocurre con la noción de
libertad, el “consenso” no es un movimiento en
sí mismo, sino un “poder moverse”, y en el “po-
der moverse” lo importante es hacia dónde nos
dirigimos, qué es lo que acordamos, cuál es el
contenido de lo que pactamos, al arrogarnos la
representación de todos.
Aquí, la analogía de la noción de consenso
con el concepto de libertad no puede ser más
evidente. Yo no puedo tener libertad, por ejem-
plo, para matar a un inocente, por más que la li-
bertad sea uno de los más valiosos bienes huma-
nos. Del mismo modo, obviamente, yo no puedo
consensuar con otros considerar que a partir de
ahora somos todos animales, o que la vida de los
inocentes no tiene, desde el momento del acuer-
do, ningún valor. Cobra ahora sentido la adver-
tencia que habíamos entresacado de Caritas in
Veritate: hay derechos indisponibles, que se en-
cuentran más allá de la mera doxa. Derechos que
pueden calicarse adecuadamente como contra
mayoritarios porque no pueden ser alcanzados
ni modicados por ninguna decisión, por más
que ella sea fruto del consenso.
Tiene aquí la más absoluta relevancia, por
otra parte, considerar un dato que ha escapado,
curiosa e incomprensiblemente, al análisis de
los autores contemporáneos. En efecto, quizás
por ese desprecio que se tiene por la realidad
misma, al que aludiéramos más arriba, se omite
todo análisis relativo a la formación del consen-
so.
Formación del consenso y verdad
Explicábamos más arriba que los consen-
sos propugnados por Rawls –cuya racionalidad
depende de que el participante se encuentre
completamente alerta, sin preconceptos, con
sus sentidos funcionando a la perfección, ab-
solutamente sano en lo emocional y físico; en
lo que resulta ser una aplicación de la teoría del
observador ideal o por Habermas, que nos ha-
bla de una “situación ideal de habla” –formada
por situaciones comunicacionales en las cuales
los procesos discursivos sean “razonables”, pero
en las que, además, los hablantes tengan capa-
cidad y voluntad para explicarse verazmente,
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para comprenderse y mostrar su disposición a
escucharse los unos a los otros, como también
el deseo de dejarse convencer por cuantos argu-
mentos correctos formule el interlocutor de tur-
no–, constituyen bellas construcciones teóricas,
ideales, pero sin ninguna aplicación en la reali-
dad práctica. Ello ha sido explicado crudamente
por Wellmer (1994): “incluso si el “factum” del
consenso se produjera bajo condiciones ideales,
no conseguiría ser una razón de la verdad de lo
que está siendo tenido por verdadero. Por ello,
v.gr., cuando Habermas dice que solo el consen-
so bajo condiciones de una situación ideal de ha-
bla puede “mostrar” si nuestros argumentos son
o no lo sucientemente buenos, cada uno de no-
sotros nos cercioramos de que nuestro juicio no
esté siendo distorsionado por elementos idiosin-
cráticos, inhibiciones, emociones, wishfulthin-
king deseos–, falta de juicio, etc.” (p.98).
Ahora bien, esas situaciones “ideales” jamás
existen en el plano de la praxis. Así, la primera
deformación que sufre el consenso tiene directa
relación con la utilización a designio de la men-
tira política. Ha sido Jonathan Swift uno de los
primeros autores en advertir acerca del uso fre-
cuente de la falsedad a n de moldear a la opi-
nión pública, conseguir de esa manera reunir ma-
yorías y posibilitar así la aprobación de políticas
inadecuadas y contrarias al bien común, al crear
normas jurídicas que normalmente deberían ser
rechazadas. Así, por ejemplo, con gran ironía
aseguraba que el partido político que desee res-
tablecer su crédito y su autoridad, debe ponerse
de acuerdo para no decir ni publicar nada que no
sea verdadero y real durante tres meses; este es
el mejor medio para adquirir el derecho de pro-
palar mentiras durante los seis meses siguientes.
Sugiere que no hay hombre que suelte y difunda
una mentira con tanta gracia como el que se la
cree, y advierte, por ejemplo, que pueden existir
mentiras de prueba, que son como una primera
carga que se introduce en una pieza de artillería
para probarla: es una mentira que se suelta a pro-
pósito para sondear la credibilidad de aquellos
a quien se dirige. Ahora, este tipo de mentiras
es muy interesante puesto que si la proponen a
alguien y esta persona la pica y se la traga de
una vez, “podéis estar seguros de que digerirá
cualquier otra cosa que le propongáis” (Swift,
2009, p.44).
Pero, desde luego, hay otras maneras más su-
tiles de conseguir un acuerdo político por mayo-
rías. De hecho, el estudio de la génesis del con-
senso nos puede llevar a más de una sorpresa.
No nos referimos, ciertamente, a la compra de
votos; después de todo, ese es un método dema-
siado burdo y grotesco que, aunque aplicado ha-
bitualmente, no nos puede llevar a realizar una
injusta crítica de la democracia como procedi-
miento político de legitimación de decisiones.
Debemos, aunque sea muy tangencialmente,
por ejemplo, aludir a los modernos procesos de
construcción de la realidad política, porque en
ellos se muestran con toda su fuerza las leyes
que, aunque generalmente con menor intensi-
dad, están siempre presentes en la acción ejer-
cida por los medios en la sociedad en general
y en la política en particular (Arroyo Martínez,
1997). En efecto, los medios de comunicación
de masas son modernas fuentes de creación y
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mantenimiento de mitos: el mito de la demo-
cracia, el mito del bien público, el mito de la
monarquía, el mito de la soberanía popular o el
mito de la justicia. Pero así como se generan es-
tos, pueden originarse otros, porque de cualquier
manera nos estamos reriendo a la construcción
de algo, a la instalación de una idea en la opi-
nión pública, en el imaginario colectivo … No
estamos aludiendo a lo que ya es, a lo que posee
un ser real y por lo tanto puede ser reconocido
exteriormente, sino a lo que podemos moldear
de a poco, a nuestro antojo, a nuestra voluntad.
Existe lo que se denomina la “mediación
cognitiva”, es decir, el proceso por el cual los
medios permiten que la realidad quede internali-
zada por los individuos, produciendo de esa ma-
nera un real “efecto cognitivo”. Ello no debe ser
soslayado, porque, en cualquier caso, “los me-
dios poseen un alto poder de construcción social
de la realidad, estableciendo de hecho lo que es
lícito y lo que es ilícito, lo que es socialmen-
te aceptable o reprobable” (Arroyo Martínez,
1997, p.336).
Se generan así consensos “reales” basados
en construcciones falaces, nacidos por la insta-
lación en la opinión pública, mediante técnicas
de persuasión apropiadas, de argumentos a favor
de hechos que normalmente deberían despertar
el rechazo de los individuos. Se logran de este
modo falsas mayorías, y en nombre del consen-
so se consigue el apoyo cticio, puramente nu-
mérico, que facilita o permite la adopción de po-
líticas, de leyes, de normas jurídicas totalmente
extrañas a una recta noción de bien común, o que
tienen un efecto meramente simbólico, creadas
para no tener la más mínima ecacia en el mun-
do real, pero pensadas para que los individuos,
sin embargo, supongan que sus derechos se en-
cuentran protegidos y debidamente amparados
en nombre del consenso, de un acuerdo mayori-
tario que es más hipotético que verdadero.
Surge aquí, inevitablemente, otra noción no
menos importante: la de opinión pública, nece-
sariamente relacionada, claro está, a la idea de
consenso. Ello porque, como sabemos, una de
las deniciones más corrientes de la democracia
consiste en ver en ella un gobierno basado en la
opinión pública y así surge entonces una conse-
cuencia, como una especie de “postulado” de la
denición antevista: “un gobierno solo es fuerte
y legítimo cuando se apoya en la opinión públi-
ca, ya que el pueblo es considerado apto para
decidir lo que conviene al bien común” (Freund,
1968, p.501).
Nuevamente tenemos que hacer entrar en
escena a la formación del consenso ya que, en
denitiva, como acierta Julien Freund, gobernar
las opiniones lleva a gobernar a los hombres.
De allí que la propaganda, por ejemplo, se ha
convertido, en algunos países, en una especie
de institución pública de la opinión. Se produce
aquí una situación particularmente curiosa: en la
medida en que la propaganda es objeto de una
“racionalización” cada vez mayor, ella no tiene
otra meta que solicitar más ecazmente la irra-
cionalidad de ciertos apoyos políticos basados
en esa misma opinión pública.
Hay entonces cierta astucia al servicio de
una persuasión colectiva, situación ya percibida
por Nietzsche (2006), quien en su Voluntad de
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Poder advertía que “hacer propaganda es inde-
coroso; pero es astuto, muy astuto (p. 30)”. En
todo caso, desde luego, la propaganda no tiene
por objeto mostrar la situación en su verdad ob-
jetiva, sino captar los deseos, opiniones y espe-
ranzas en provecho de las empresas de poder.
Mientras que la propaganda es una consecuencia
inevitable de la multiplicidad y la rivalidad de
las opiniones, la verdad, en cambio, posee una
seguridad intrínseca y no necesita de una ayuda
exterior, que solo podría desvirtuarla. La opi-
nión, por el contrario, se fortalece con los éxitos
de la propaganda, pues cualquier debilitación de
las doctrinas competidoras refuerza su atracción
hacia las masas. En n, Freund (1986) concluye
que “toda política es una cuestión de opinión y
la propaganda forma cuerpo con esta. Ningún
partido, ninguna doctrina, ningún gobierno pue-
de prescindir de ella” (1968, p.513).
No efectuemos entonces una sacralización
del consenso, sabiendo cómo este puede fabri-
carse aun en desmedro de la verdad, al utilizar
simplemente los hábiles y circunstanciales mé-
todos propugnados por la propaganda.
En efecto, tal como lo ha estudiado muy
acertadamente Murray Edelman (1991), ha de
tomarse conciencia de que en la escena política
los observadores y los que observan se constru-
yen recíprocamente, de que los desarrollos polí-
ticos son entidades ambiguas que signican lo
que los observadores interesados construyen,
y de que los roles y autoconceptos de los ob-
servadores mismos son también construcciones
creadas, por lo menos en parte, por sus obser-
vaciones interpretadas (p.8). Es la ambigüedad
y la controversia lo que da a los desarrollos su
carácter político, de modo que no puede haber
ningún mundo de acontecimientos distinto de
las interpretaciones de los observadores, conti-
núa armando Murray Edelman (1991, p.111).
Y esto nos reenvía nuevamente a lo que vié-
ramos más arriba en referencia crítica a Rawls y
Habermas (v. “supra” pto. III, pp.11/13 y pto. IV,
p.16, respectivamente).
En efecto, el idealista optimismo antropoló-
gico de ambos autores queda nalmente al des-
cubierto si tenemos en cuenta que, para abonar
sus tesis, sostienen que con solo “buenas razo-
nes” se puede conseguir un poco de racionali-
dad en la elección política. Así, la lección de la
historia es lamentablemente clara en cuanto a
que ha habido buenas razones para todo curso
de acción, a que gracias a ellas se logró a menu-
do un amplio respaldo público, pero también a
que con demasiada frecuencia las consecuencias
han sido desastrosas, inmorales o fruto de una
estupidez inexcusable. Las “buenas razones”,
como todo lenguaje político, pueden ser ecaces
como estrategia, pero no aseguran una elección
racional.
Ello queda patentizado con el constructo de
la “situación original” rawlsiana, o la “situación
de habla original” habermasiana. En esta última
situación, por ejemplo, no existen diferencias de
estatus, de autoridad o de jerarquía que puedan
imponerse al discurso. Este autor cree, además,
que en alguna medida las personas pueden pre-
suponer la situación de habla ideal aun cuando
ella no exista porque el uso mismo del lenguaje
la presupone. Tal vez, piensa lúcidamente Mu-
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rray, un individuo pueda ocasionalmente lograr
ese tipo de emancipación de las constricciones
sociales, pero de los registros históricos surge
con claridad que la discusión grupal y la con-
formación gubernamental de la política no es-
tán en ese caso. La situación de habla ideal de
Habermas ofrece una visión optimista, que pue-
de justicarse, acerca de cómo podría volverse
emancipativo el discurso de una sociedad sin
capitalismo o jerarquías gubernativas, corporati-
vas o militares; pero da pocas esperanzas de que
el lenguaje político en el mundo que habitamos
pueda pasar a ser algo más que una secuencia
de estrategias y racionalizaciones (Habermas, p.
127).
En n, el lenguaje, la subjetividad y las rea-
lidades se denen recíprocamente y esta función
performativa del lenguaje es más potente en
política cuando está enmascarada y se presenta
como una herramienta para la descripción ob-
jetiva. El argumento ideológico a través de una
dramaturgia de descripción objetiva puede ser el
gambito más común en el uso del lenguaje polí-
tico (Habermas, p.132).
Reiteramos: en una situación así, la “reali-
dad” se construye a designio. Esa es la materia
en la cual se mueven las mayorías, y a partir de
la cual se logran los consensos. Aquí, la noción
de verdad no existe o posee, ciertamente, una
importancia muy relativa.
Irrealidad, falta de verdad, Derecho sin
verdad
La construcción de la realidad, volviéndola
una masa puramente subjetiva, como una espe-
cie de gas amorfo que puede adoptar la forma de
cualquier recipiente, es propia del denominado
“pensamiento posmoderno” y su faceta más vi-
sible el “pensamiento débil”, también llamado,
con gran precisión por el maestro Juan A. Ca-
saubón, “pensamiento agónico”. Así, el “pensa-
miento débil” tiene la pretensión de resquebrajar
tanto al que conoce como a lo conocido. Aquí
se postula una modicación tanto del objeto de
conocimiento como del sujeto que conoce. “La
racionalidad debe limitarse en su mismo núcleo,
ceder terreno. Y por ello mismo, lo verdadero
no posee una naturaleza metafísica o lógica, sino
retórica” (Vattimo, 2000, p.38).
Así, las vericaciones y los acuerdos se lle-
van a cabo dentro de un determinado horizonte
que está constituido por el espacio de la liber-
tad de las relaciones interpersonales, de las re-
laciones entre las culturas y las generaciones.
“La verdad no es fruto de interpretación y, por
todo ello, las nociones de “verdad” y de “ser”
experimentan profundamente su declive. Todo
se disuelve en los procedimientos, en la retórica
(…)” (Vattimo, p.39).
Casaubón acierta nuevamente: si la solución
provisional sería recurrir al consenso entre sub-
jetividades, si esta sería la “vía” para buscar el
fundamento último de la moral y el derecho,
podemos preguntarnos: ¿consenso?, ¿sobre qué
base? Porque si solo cabe recurrir a un pensa-
miento débil, puramente dóxico, opinativo, dia-
léctico, ocurre que tal consenso carecería de
base rme; o bien que hay que recurrir a una
pluralidad de “consensos locales”, dados en una
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misma sociedad o Estado. Y tales consensos se-
rían por todo ello pasajeros y uctuantes (Ca-
saubón, 1994, p.283).
Nos encontramos, pues, en el centro mismo
de nuestro problema puesto que, fatalmente, si
pensamos que el consenso puede moldearse a
voluntad y de hecho observamos que así ocu-
rre, en efecto–, si apreciamos que debe rebajarse
a la razón y con ello debilitarse máximamente la
verdad y el ser, si pensamos, en n, que la rea-
lidad política es un mero constructo; ello tendrá
inevitables consecuencias en el campo jurídico:
la obtención de un Derecho cada vez menos hu-
mano.
Pero hay formas y medios para revertir seme-
jante estado de cosas.
Se trata aquí, sencillamente, de poder cer-
ciorarnos de que no solo existe la verdad, sino
que ella también es accesible al hombre común
en general y al jurista en particular. En palabras
de Kalinowski, estamos frente al trance de di-
lucidar la importante cuestión referida a si los
juicios morales y jurídicos entran en la categoría
de lo verdadero y lo falso y, en caso armativo,
si son o no vericables y de qué manera.
En el rápido recorrido histórico que acaba-
mos de efectuar, pudimos advertir que hay quie-
nes piensan que las normas son exclusivamente
producto de la voluntad. Pero si ellas provinie-
sen de actos volitivos y no cognoscitivos, serían
por su propia naturaleza ajenas a la categoría
de verdad y falsedad. Ahora, si se debe siempre
obedecer a la ley porque ella es la obra de la “vo-
luntad general”, condición de la libertad cívica,
seguiremos tanto las reglas racionales como las
irracionales toda vez que el hombre que es su
autor, y que no tiene solamente razón, escucha
desgraciadamente más a menudo sus tendencias
irracionales que su razón. Así planteadas las co-
sas, “se pregunta Kalinowski (1979), acaso, si
no es esta la razón por la cual Hans Kelsen y
después von Wright, por ejemplo, rehúsan atri-
buir a las prescripciones los valores de verdad y
falsedad (p.15).
Nos encontramos aquí, ciertamente, en el
centro mismo del tópico que nos convoca, pues-
to que un estudio serio de las relaciones exis-
tentes entre la ley natural y el consenso debe
desembocar en un análisis acerca de la verdad
o falsedad moral de la norma jurídica que surge
del acuerdo, habiendo nacido dicha prescripción
legal ya como el fruto de un consenso entrecru-
zado, ya como el resultado de una comunidad
ideal de hablantes.
De acuerdo a Kalinowski, posición con la
que coincidimos plenamente, las normas jurídi-
co-positivas que son conclusiones de la ley na-
tural lo que se llama más estrictamente derecho
positivo por conclusiones y aquellas que son
sancionadas por el hombre en virtud del poder
legislativo autónomo que le ha sido delegado
por la ley natural el denominado derecho po-
sitivo por determinaciones, pueden ser catalo-
gadas y estudiadas a la luz de los principios de
verdad y falsedad.
En cuanto a las primeras, ellas poseen un
carácter mixto, seminatural, semipositivo. Aquí
resulta claro que tales normas obligan en razón
de la fuerza obligatoria de la ley natural de la
cual son conclusiones. Desde luego que si las
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normas de la ley natural son verdaderas, las nor-
mas positivas humanas deducidas de ellas son
igualmente verdaderas cuando su inferencia se
conforma a las reglas lógicas correspondientes.
“El problema de la verdad de estas normas no
presenta, entonces, dicultad alguna: está re-
suelto implícitamente al mismo tiempo que el de
la verdad de las normas naturales” (Kalinowski,
p.152).
¿Qué sucede en cambio con las normas jurí-
dico-positivas pertenecientes al segundo grupo,
es decir, aquellas prescripciones cuyo contenido
resulta en principio indiferente a la ley natural?
En este caso, “la respuesta del lógico po-
laco vuelve a ser armativa. Aquí la ley natu-
ral desempeña el papel de deber-ser real, en
conformi
dad con el cual se denen las normas
positivas humanas verdaderas de este grupo: la
ley natural obliga con carácter general a hacer
lo que le es propicio al bien común, a la vida
social y a evitar lo que les perjudica” (Kalinows-
ki, p.153). Así, por ejemplo, las leyes de tránsito
que nos indican que debemos circular por la de-
recha o por la izquierda son igualmente verdade-
ras porque son igualmente conformes con la ley
natural. Por consiguiente, este segundo grupo de
normas son también verdaderas o falsas.
La posición que acabamos de estudiar, que
motivara asimismo nuestra adhesión, posee pro-
fundas implicancias a la hora de evaluar los con-
sensos, los efectos que ellos provocan y su perti-
nencia moral, a la luz del análisis del contenido
de lo acordado.
Frente a esta postura, que podemos consi-
derar “clásica” en el sentido fuerte del término,
se yergue el punto de vista moderno, originado,
como ya hemos visto, en el contractualismo y
que tiene a Rawls y a Habermas como a sus
principales espadas.
Completemos aún más esta posición en rela-
ción, ahora, con el tópico referido a la verdad.
Nos encontraremos con más de un dato intere-
sante y revelador. En efecto, tal como lo ha reco-
nocido Anna Pintore (2005), el consenso, ahora,
se ha de entender como un sustituto de la ver-
dad. Para otros autores, en cambio, lejos de ser
una mera sustitución, el consenso puede, nal-
mente, aparecer como una vía, y quizás como la
vía maestra, hacia la racionalidad e incluso hacia
la verdad, aunque aquí resulte confundida la no-
ción de objetividad con la de consenso. Por otra
parte, el consenso se aconseja de forma peculiar
en el Derecho, puesto que, después de todo, si
no existen valores objetivos, ¿qué mejor susti-
tuto podríamos encontrar para la determinación
de las reglas que deban regir nuestra conducta?
(p.161). Entonces, se podría concluir, incluso,
que un Derecho es verdadero si hay consenso
sobre el modo en que está elaborado, y que una
decisión jurídica, o una interpretación jurídica,
es verdadera si aquel existe respecto de ella.
En otros términos, parece que en nuestros
días se ha trastocado completamente el papel
cumplido por la verdad del Derecho, o se han
separado totalmente ambos conceptos. Y esa es-
cisión ya no puede ser reconstruida, tal como ha
concluido también D’Agostino, quien advierte
que con ello se juega, en cierta forma, el des-
tino del pensamiento posmoderno (D’Agostino,
2007, p.131). Es que si el Derecho forma parte
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de lo manipulable, de lo “innitamente plas-
mable por el hombre” (D’Agostino, p.225), si
el Derecho está sujeto al cambio permanente –
cambio que se logra a partir de los consensos–;
no podemos hablar de su comunicación con la
verdad, ya que precisamente verdad es lo que no
podemos cambiar a designio.
Pero, como enseñaba lúcidamente Belisario
Tello, como toda persona está hecha para la ver-
dad, esta no puede resultar indiferente a nadie.
Otro tanto acaece con el Derecho que, en rigor,
no es creado por el hombre, sino encontrado por
este, como la verdad. Aunque tampoco el Dere-
cho, en cuanto cosa de hombres, puede perma-
necer indiferente a la verdad, sino que, por el
contrario, lo verídico es inherente a lo jurídico
(Tello, 1985, p.55).
En cambio, los acuerdos que surgen del con-
senso son circunstanciales, transitorios, parcia-
les. Aquí se ve con toda claridad hasta dónde
llega la confesada “debilidad” del pensamiento;
el hombre ha nacido para lo contingente, es su-
jeto de permanente cambio y en esa “variación”
constante se representa, brutalmente, su confe-
sada imposibilidad para alcanzar la verdad.
Sin embargo, en esta oposición entre verdad
y Derecho, el hombre común pierde y el juris-
ta poco avezado, resta. El consenso, entonces,
debe ser restaurado en la posición de la que nun-
ca debió haber salido: como una conrmación
de la verdad. Sin considerarlo como una mera
sumatoria de voluntades al alcance de cualquier
resultado, sino como el fruto de una decisión
responsable que en última instancia venga a
conrmar el primado de lo permanente sobre lo
variable, del ser sobre el acontecer.
En suma: un primado de la ley natural sobre
el derecho de los hombres, espejo sobre el cual
este debe reejarse a n de hacer completamen-
te plena la vida del hombre en sociedad.
CONCLUSIONES
Lo visto hasta aquí permite elaborar algunas
conclusiones. En primer lugar, en esta oposición
entre verdad y Derecho, el hombre común pier-
de y el jurista poco avezado, resta. Un Derecho
sin verdad es una cáscara vacía de contenido
porque, en condiciones prácticas, estamos frente
a un derecho sin justicia.
En efecto, la justicia restaura en el Derecho
el amor por la verdad y la realidad. Un sistema
jurídico injusto es tan frágil como inconsisten-
te; del mismo modo que un razonamiento falso
trasladado a la esfera política resulta inaplicable
y, las más de las veces, hasta pernicioso.
En segundo término, ha de tenerse presente
el paralelismo existente entre la acción moral
recta y el juicio verdadero. Ello fue sintetizado
en uno de los más bellos adagios de la losofía
tradicional: la rectitud de la tendencia pende de
la verdad del conocimiento, lo que ya fuera en-
trevisto por el espíritu clásico de Goethe: todas
las máximas y reglas morales pueden ser reduci-
das a una sola: la verdad.
El consenso, entonces, debe ser restaurado
en la posición de la que nunca debió haber sa-
lido: como una conrmación de la verdad. Sin
considerarlo como una mera sumatoria de vo-
luntades al alcance de cualquier resultado, sino
como el fruto de una decisión responsable que
en última instancia venga a conrmar el prima-
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do de lo permanente sobre lo variable, del ser
sobre el acontecer.
Solo de esta manera podremos ver al consen-
so “como en su casa”, en el lugar que le corres-
ponde y en el que debe permanecer. Desde luego
que la política y el derecho se integran ambos
en la esfera de lo público, y por ello el consenso
tiene sentido en este ámbito y no en otro.
En tercer lugar, pensar en la relación que
debe existir entre el consenso, la verdad y la rea-
lidad es ni más ni menos que acercarse a la no-
ción, hoy casi olvidada, de la relación existente
entre moral, política y Derecho.
En suma: un primado de la ley natural sobre
el derecho de los hombres, espejo sobre el cual
este debe reejarse a n de hacer completamen-
te plena y buena la vida del hombre en sociedad.
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